Jugar, y ver jugar, puede ser un gran gozo. La persona sale de sí misma para volverse emoción. La sudoración del cuerpo aumenta, el corazón late con más fuerza, los colores de la piel se avivan. En el futbol hasta la piel sonríe con un buen pase, una finta de hombro, una pedaleada, una chilena. Vaya, la belleza de un movimiento a veces hasta puede suscitar el aplauso de los contrincantes. El aspecto estético, curiosamente, es realzado por la existencia de reglas. Las normas, incluso las penalizaciones, dan estructura a aquello que de lo contrario sería un caos. Incluso el público o los mismos jugadores muestran fastidio contra el árbitro cuando de manera sistemática se rompe una regla o cuando la penalización es excesiva. Para mí, que no soy experta de ningún juego deportivo, pero gozo varios, me parece una ignorante ceguera el dicho de Jorge Luis Borges: “Yo no entiendo cómo se hizo tan popular el futbol. Un deporte innoble, agresivo, desagradable y meramente comercial. Además es un juego convencional, meramente convencional, que interesa menos como deporte que como generador de fanatismo. Lo único que interesa es el resultado final; yo creo que nadie disfruta con el juego en sí, que también es estéticamente horrible, horrible y zonzo. Son creo que 11 jugadores que corren detrás de una pelota para tratar de meterla en un arco. Algo absurdo, pueril, y esa calamidad, esta estupidez, apasiona a la gente. A mí me parece ridículo”. (Las cursivas son mías). Puedo asegurar que el magistral escritor no conocía ni los movimientos del cuerpo y de las piernas de los jugadores ni los del equipo, tampoco sus reglas; que nunca lo había visto y menos experimentado con su propio cuerpo. Sin embargo, señaló algunos aspectos de lo que este deporte, como muchos otros en nuestra época, presenta como negativo: la agresión, lo comercial, lo fanático, el resultado final.

Una de las pasiones que despierta el juego, en particular por el sentido de pertenencia que inspira, sea a un barrio, a una escuela, a una Nación, es el de competencia, que remplaza el gozo por la agresividad, tanto mayor ésta cuando el fanatismo barre con todo rastro de empatía y de cordura. Estos aspectos nocivos se incrementan cuando todo se centra en un resultado final: ganar o perder (en algunos casos empatar, aunque sea momentanéamente) y aún más cuando el juego se ha vuelto un jugoso negocio de los dueños de los partidos, las televisoras, la publicidad, los vendedores de chucherías, las apuestas y hasta la compra-venta de jugadores. El juego pierde así gran parte de su carácter lúdico y se vuelve violencia de diferentes tipos: en vez de hermanar, separa; en vez de vivir el momento de gozo se espera el éxito final o se teme la derrota y así los fanáticos entran en la gresca; en vez de la gratuidad, la espera de la ganancia económica puede llevar en el campo a cometer faltas graves contra un contrincante que pueden hasta impedirle que siga con su carrera.

Por ello, esa pincelada roja que apareció en el rostro de jugadores italianos durante la 34ª Jornada de la Serie A es un signo de esperanza, tanto por la conciencia que muestran estos chicos como por su influencia sobre sus seguidores. En colaboración con @wworldonlus (una A. C. que defiende los derechos de las mujeres y los niños), los futbolistas mostraron esta marca para visibilizar y evitar la violencia contra las mujeres al tiempo que se lanzó el hashtag #unrossoallaviolenza (“una tarjeta roja a la violencia” o “un alto a la violencia”). A los futbolistas se unieron directivos, árbitros y cuerpo técnico. Espero que este símbolo ayude a frenar también otros tipos de violencia.

Además, opino que se respeten los Acuerdos de San Andrés, se atienda Ayotzinapa, trabajemos por un Constituyente, recuperemos la autonomía alimentaria, revisemos las ilusiones del TLC, defendamos la democracia y no olvidemos a las víctimas.

@PatGtzOtero