En alguna ocasión escribí que todos necesitamos de algún tóxico de vez en cuando, y que José Revueltas llegó a hablar de los deportes como tóxicos. Incluso a Jorge Luis Borges se le atribuye la frase: “Si el futbol es popular es porque la estupidez es popular”. Sin embargo, extraordinarios literatos como Pier Paolo Pasolini, Albert Camus o Eduardo Galeano fueron aficionados o jugaron al futbol en alguna época. Otros intelectuales han utilizado este deporte para establecer analogías, como la famosa de Jean-Paul Sartre: “En el futbol todo se complica por la presencia del equipo adversario”. También conozco intelectuales que se indignan porque un señor de pantaloncillos puede hacerse multimillonario por golpear un balón inflado de aire e introducirlo con habilidad de histrión en un marco con red. Eso es problema de ellos (de esos intelectuales), sobre todo si pensamos en una sociedad regida por la oferta y la demanda.

Si la palabra religión (de religare) significa estar vinculado a algo, de verdad el futbol se ha convertido en religión: muchos fieles son capaces de acabar con una amistad, golpear, insultar o incluso matar por su equipo. Sabemos de sobra que el ser humano es tan sólo capaz de razonar, y que el impulso, las vísceras, emociones, sensaciones y sentimientos suelen dominarlo. También sabemos que los deportes son importantes en tanto ritos de salud y diversión. Nadie niega su importancia, pero lo chocante es colocarlos como tales en el mismo nivel que el arte o la literatura, cuando la función de los primeros, desde el punto de vista del aficionado o espectador, no es sino divertir, hacer pasar un buen rato, y de ninguna manera perfeccionar el instrumento por excelencia del pensamiento (el lenguaje) ni sus capacidades críticas, intelectuales o cognoscitivas, a no ser que se use el deporte justamente para reflexionar sobre la condición humana, tal como lo hizo Umberto Eco con los fenómenos de masa. En el futbol hay también apocalípticos e integrados y ambas posturas tienen sus argumentos. Cosa muy aparte es la pasión que enajena a la mayoría de los simples, pues si el arte y la literatura desenajenan, el futbol, al igual que las religiones, suele hacer lo contrario: enajenar, y sólo cuando encontramos en él u otros deportes un motivo para analogar, asociar, reflexionar sobre el microcosmos que constituye el espacio limitado en que el homo ludens se desarrolla, pasa a otro nivel: a un nivel cultural porque se le cultiva en el intelecto para representarnos el mundo humano, nuestro mundo.

Es verdad: resulta curioso el fenómeno de contemplar a esos hombrecillos que se ejercitan ante una multitud, y el hecho de que tal contemplación implique un inmenso negocio: millones y millones en juego, y no sólo un balón inflado; también es curioso que se incluya el problema del nacionalismo: confundir un juego con una historia y una geografía; con idiosincrasias, culturas y etnias, es decir, con una nación entera, pero estos hechos curiosos adquieren profundidad en un architexto (para usar la expresión de Gennette) que ha generado toda una tendencia temática en las letras y el pensamiento: la llamada literatura del futbol, como también la hay de tema revolucionario, indigenista, regionalista, erótico, político, homosexual, o sobre el sida, el narcotráfico y otros asuntos, en estilos muy diversos, ya que, como bien apunta el poeta Pedro Salinas, todo es poetizable: “el universo entero es materia de la poesía”, y en tal sentido, es innegable la importancia cultural de cualquier actividad humana, incluidos los deportes y, más que ningún otro (por su popularidad), el futbol.