Editorial

 

[su_dropcap style=”flat” size=”5″]E[/su_dropcap]l deporte fue, a principios de siglo, un ocio elegante en el que el clásico “gentlemen” británico entretenía sus ocios, mientras los villanos trabajaban las tierras de sus heredades y el propietario se encerraba en las fábricas. La carrera de caballos, el importado polo de la India y un pugilato de gimnasio, con calzón y bigotes largos, alternaban con el paseo al aire libre en bicicleta de una o, todavía mejor, de dos plazas, lo que hacía, en el dulce placer de un romance, más grato el verano disfrutado en la verde campiña. Entonces, los ingleses tenían un imperio.

En la misma campiña británica una pelota redonda, bien inflada, empezó a golpearse con los pies en pugna exótica, que gustó más al hombre de la clase media para abajo que al aristócrata engreído con el corcel. Y el futbol creció como mancha de aceite y en Bilbao, en Praga, en Viena y en las llanuras de ambos lados del río de La Plata fue alentando con mayor ímpetu, ante la curiosidad primero, el interés y la pasión después, de un mayor número de testigos. Y así se hizo universal el futbol, ya no tanto como deporte para practicarlo, sino, sobre todo, para darle jerarquía de espectáculo de masas, de catalizador de múltiples complejos individuales y colectivos. Primero fue el espectáculo cumbre de las justas olímpicas, pero después creció solo y la disputa, cada cuatro años, de la Copa del Mundo, resulta un vertedor de demasías peligrosas en las represas de la compleja problemática del hombre de nuestros días. Uruguay, ese pequeño gran país, enseñó a los europeos geografía y buen futbol cuando, además de conquistar la victoria suprema en las olimpíadas de Amberes y de Ámsterdam, ganó la primera Copa del Mundo en disputa, en 1930, y otra vez asombró al mundo cuando en 1950 derrotó a un equipo de Brasil todavía sin Pelé, pero de una potencialidad técnica de conjunto quizá no igualada en la historia del deporte. Inglaterra sería campeón mundial hasta que perdió su imperio y los ingleses empezaron a aprender a vivir como seres humanos.

Mucho rodó por el mundo la pelota del futbol antes de que se concediera a México la sede de este torneo mundial que reúne en nuestro país a los 14 equipos que ganaron su clasificación eliminando a los rivales regionales y a cuya lista se agregan los equipos de Inglaterra y México, incluido, el primero, por su calidad de campeón y el nuestro como responsable de la sede. Como hace dos años, un acontecimiento deportivo de jerarquía mundial, pone a México en el aparador internacional. Hace dos años, incidentes infortunados hicieron que la proyección internacional de nuestro país se afirmara más negativamente en la descripción y el eco de las tempestades que en la bella muestra de fraternidad universal que supo dar nuestro pueblo, hasta culminar en esa ceremonia de humanismo, de color y de alegría que serán inolvidables, en la ceremonia de clausura.

Hoy, el espectáculo es, aunque también deportivo, de otra índole. Viene a ser una serie final del torneo por la Copa del Mundo una especie de guerra mundial. Como en la guerra, la vanidad patriotera de las comunidades nacionales ambicionan no sólo el triunfo, sino la humillación del rival, aunque otra cosa se diga. La concentración de muy fuertes intereses económicos de diversa índole, especialmente publicitarios, interviene de una manera decisiva. Y en muchos países con problemas políticos internos, el gran espectáculo futbolístico distrae a los pueblos, bajo el incentivo de la pasión deportiva y la exaltación, hasta el delirio de la patriotería, esos problemas de orden social y económico.

En México, durante el proceso de selección y preparación de nuestro conjunto representativo, surgieron todos esos aspectos diferentes y contradictorios, que acompañan al auge universal del espectáculo futbolístico. La pasión se desbordó; se habla de dos grandes bandos, América y Europa y en lo relativo al destino de los futbolistas mexicanos se sentaron nuevas teorías sobre los deberes patrióticos, pues toda crítica resultaba un atentado a la mexicanidad. A pesar de ello, su jerarquía del gran espectáculo preside la vida de un México convertido en eje del interés universal mientras en las canchas mexicanas aliente ese deporte de masas, fenómeno singular de este siglo. No olvidemos que se trata de un juego y no de una confrontación de honras nacionales. Que gane el mejor, ese lugar común de las expresiones deportivas es, sin embargo, el mejor brindis que un mexicano, sobre todo por su responsabilidad de anfitrión, puede hacer en vísperas de la iniciación del gran duelo.

>Texto publicado el 3 de junio de 1970 en la revista Siempre! Número 884>