Los tiempos actuales son muy representativos de aquello que captura nuestra atención de manera inexplicable así como de aquello que debiera tenernos en alerta y que no nos importa. Esos son los síndromes de la indolencia y de la indiferencia.

Hace muchos años escuché, a mi maestro de primaria, decir que nuestro mundo se acabaría cuando se apagara el Sol, dentro de cinco mil millones de años. Ni entonces ni ahora comprendo cabalmente esa magnitud de tiempo. Pero recuerdo que algunos compañeritos abrieron los ojos con cierto susto mientras que la mayoría de los niños permanecimos indiferentes. A pesar de nuestra corta edad, ya comprendíamos que esas palabras serían importantes en el pensamiento teórico pero irrelevantes en la realidad concreta.

Esa indiferencia es un síndrome de indolencia. No me duele porque no me afecta. Aclaro que la indolencia no siempre es un pecado reprobable. En ocasiones, como la relatada, es el producto de un realismo egocircunstancial, diría Ortega y Gasset, combinado con ineludibles matices hegelianos. Pero es importante advertir que, en ocasiones, la indolencia se parece a la inconsciencia.

Porque una cosa es que no me duela porque no me afecta y otra, muy distinta, es que no me duela porque creo que no me afecta. Una es falta de interés y la otra es falta de responsabilidad. Mi indolencia infantil era acertada. Más tarde me apliqué a la vida política y me instalé en el teorema de que, mucho antes de que suceda aquel apagón estelar del que hablaba mi profesor, nosotros habremos acabado con el planeta por la vía de la depredación, del descuido, de la guerra o del simple consumo. Por una o por otra, mi indiferencia de la madurez coincidió con la de la infancia.

Pero existen muchos otros eventos en los que la indolencia es plena inconsciencia. Donde saltamos a oscuras, sin red, en trapecios con sogas muy luídas y, sin embargo, creemos que a nosotros no nos pasará nada.

Que si hay 54  millones de mexicanos sumergidos en el pozo de la pobreza, pues ojalá que alguien los socorra. Que la crisis agropecuaria nos dejará sin tortillas, pues comeremos hot dogs o bajaremos de peso. Que la insuficiencia fiscal va a quebrar a la Secretaría de Hacienda, pues se lo tendrá merecido. Que se nos va a acabar el petróleo, pues instalaremos tranvías.

En materia de política es muy difícil encontrar, aun como mero ejemplo hipotético, algo que no nos afecte. El sol que está a millones años luz no me afecta por su distancia. Él está muy lejos de mí. El apagón del Sol de nuestro sistema no me afecta, por nuestra acronía. Cuando él se apague yo ya no estaré.

Pero la política funciona de manera distinta. Así, en la naturaleza política, por mencionar solo algunos ejemplos, no existe el vacío de poder, porque siempre hay quien manda, aunque sea desde el anonimato.  Ni existe la tierra de nadie, porque siempre es de alguien. Ni existe el tiempo perdido, porque alguien gana el que perdemos. Ni el asunto concluido en definitiva. Ni el problema de importancia menor.  Ni el muy afamado, pero no existente, enemigo pequeño.

Mientras mejor lo entendamos, mejor conviviremos.

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