Nací a los treinta y tres años, el día de la muerte de Cristo. Vicente Huidobro, Altazor

 

[su_dropcap style=”flat” size=”5″]F[/su_dropcap]ue en el mes de junio, con treinta y tres años de distancia, que nació y falleció Ramón Modesto López Velarde (1888-1921), al que por accidente se le llamó “el poeta de la Revolución”. Si bien el jerezano conoció y apoyó a Madero, pues vivió su corta vida en los tiempos revolucionarios desde Porfirio Díaz hasta Obregón, realmente su inserción en el proceso revolucionario no fue activa. El “título” lo recibió de manera política cuando en 1921 publicó un texto “La novedad de la Patria”, preludio de su célebre poema “Suave Patria”. El régimen necesitaba a su poeta. Vasconcelos se lo dio en bandeja de plata. Ese mismo año, “el poeta de la Revolución”, el poeta católico, el que fue antimodernista, modernista y posmodernista, falleció por una aparente bronconeumonía con extraños rasgos de sífilis, según cuentan por ahí. Vasconcelos corrió con los gastos del funeral del insigne poeta de la Revolución que sólo soñaba con un edén para siempre perdido, el de su fe, el de su terruño, el de la mujer intocada.

López Velarde fue un gran poeta lírico que, como varios de sus contemporáneos, vivió una corta vida. Gutiérrez Najera falleció a los 35 años. Mariano Otero, abogado como López Velarde, también. Ignoro lo que habrían hecho estos hombres si hubieran vivido más; pero el tiempo les fue vedado, y llegaron a donde llegaron, escribieron lo que escribieron, e hicieron lo que hicieron.

Yo no sé bien a bien cuál fue la fe de López Velarde. A veces me parece que era lo que ahora los estudiosos llaman “una fe sociológica” con la que designan al mundo de creencias y rituales en el que alguien nació, sin que ese alguien haga suya la espiritualidad profunda subyacente. En ese caso, el que fue seminarista en Zacatecas y Aguascalientes, luego egresado en Derecho en San Luis Potosí, que se enamoró en la adolescencia de una mujer inalcanzable a la que le plugo llamar Fuensanta, quien luego tuvo amores y pasiones carnales concretos en la Ciudad de México, no tenía necesariamente un conflicto espiritual, sino un conflicto psíquico entre el ideal al que debía, y quizá quería, aspirar, y la abrupta realidad llena de cuerpos, incluido el suyo. Sin embargo, en algunos textos suyos aparece el enamorado de Dios que desmiente lo que dije antes. Pareciera que su conflicto entre la espiritualidad y la carne se sublimó gracias a la presencia del amor, como sugirió Octavio Paz.

Por otra parte, como muchos de sus contemporáneos, entre ellos varios escritores llamados modernistas, en López Velarde había una aguda percepción de un mundo que quedaba atrás, lo que incluía el mundo acogedor de la religión, ante el embate de una industrialización creciente. Este mundo ligado con las realidades más inmediatas y las respuestas últimas estaba desapareciendo. De ahí, el magnífico poema “El retorno maléfico” que abre con una estremecedora estrofa: “Mejor será no regresar al pueblo / al edén subvertido que se calla / en la mutilación de la metralla” y cierra con una confesión sobre la dificultad de vivir un cambio de época a algo que se anuncia sombrío y que es contrario al título que le dieron de “Poeta de la Revolución”, pues no podría entonces haber en él “(…) una íntima tristeza reaccionaria”.

Además, opino que se respeten los Acuerdos de San Andrés y la Ley de Víctimas, que se investigue Ayotzinapa, que trabajemos por un nuevo Constituyente, que se respete la educación, que recuperemos nuestra autonomía alimentaria y nuestra dignidad, que revisemos a fondo los sueños prometeicos del TLC.