Pequeños pies duros

 

Por Javier Fernández

 

[su_dropcap style=”flat” size=”5″]E[/su_dropcap]l ascenso a Hummels inició tardecito. Iba a comenzar anoche, pero se interpusieron la novela de las ocho, la plusvalía y el patriarcado. También iba a arrancar hace un año: se anticipó la tiroides, sus irrisorios globos de cristal que juegan con nuestras proporciones en un ir y venir sonso, pendular. Si alguien nos apura, no lo ascendemos, inhibidos por la estatua que conmemora las extremidades inferiores del estupendo defensor alemán, cuyo epígrafe en la peana teatraliza un verso de Neruda que, bien mirado, no queda nada mal:

“Si no puedo mirar tu cara, miro tus pies.

Tus pies de hueso arqueado, tus pequeños pies duros.”

Justo por los pies ha de plantearse el ascenso, dadas las cautelas y admoniciones que toman a la niñez por el mojón y a la virilidad por el dandelion. La selección mexicana se ha propuesto trepar a Hummels un domingo; en la víspera atempera el sistema nervioso con prácticas de ascetismo adventista, se priva de baile, apaga la música, contempla el último horizonte con jeta de kirieleisón y guarda tácitamente el Sabbath.

Uno puede intentar la escalada obedeciendo a la musa y al ímpetu, o bien, memorizar las rutas acreditadas, siempre perfectibles, a las que sin duda conviene atenerse, no sea que el jalón de gallardía nos desoriente y se traspapele uno en la nieve. Empezamos por un calcetín, aferrados con todas las uñas. Así por quinientos metros. En el primer campamento base, pausa para hidratar. Reconstituidos, afrontamos las titánicas pantorrillas y su contracara, los chamorros. A medio día se alza la vista, protegiéndonos con el antebrazo de la línea de sol que abrasa y parte el horizonte: allá se vislumbra la guía de banderines, pequeñísimas veredas que sesean el itinerario entre gélidas fisuras y fragantes coníferas. Amanece el domingo, uf, recapacitas en lo mucho, pero mucho Hummels que te espera.

En la segunda estación vemos bajar a un contingente derrotado, con lágrimas y lagañas congeladas, que en su discurso asocian la derrota con la maldición leída en una litografía hallada en la bóveda de un búnker de Westfalia, cerrado hace décadas, quizás escondite de refugiados turcos, quizás catacumba de la Guerra Fría. Reza esta maldición que los humanoides caucásicos, siempre tipos enormes, cuadriláteros, son producto de fusionar un califato antiquísimo con el labriego de una campiña en Transilvania, y chamacos-montaña como Hummels y Reus, nacidos en el 88, bien dados y bien emplumados, dejarán tu existencia tocada por una musiquita que inyecta en cada atrevimiento un tufo de bestialidad.

La corpulencia de Hummels y otras fortificaciones como Boateng, Gomez, Neuer y el paladín Goretzka, es muy superior a la nuestra. Lo digo agrupando en el pronombre no solo a los mexicanos sino a la ramplona mayoría de la humanidad. Sus dimensiones son para quejarse ante FIFA, les nutren primacías y virtudes, protocolos y gracias, sutilezas y variaciones. Quizás por ello, a medio camino, en pleno pecho de Hummels, uno de los defensores mexicanos se detiene a medir los pectorales, referenciados en el par de dilatados, purpúreos pezones. Gallardo aprovecha un córner para acercarse a Guardado, a quien dice: “Son como luces.” Guardado pondera un instante, y responde: “No, son como raíces.” Cuando están por patear el córner, se les acurruca Salcedo murmurando: “Ya lo vi mejor, son como nubes.”

Osorio, el paternal entrenador, que cuenta con un receptor equipado con zoom acústico para decodificar el lenguaje labial, se da cuenta de la conversación y manda llamar a sus defensas. Aprovechan la atención de un jugador lastimado y corren a la banda. El DT colombiano les explica, en un esfuerzo por sintetizar el E=mc² con peras y manzanas, que Mats Hummels no es ni un taladro, ni una zarzamora, ni un troll, así que basta, olviden la prosapia germana y la cuna de privilegio que estamos hablando de un futbolista que, como ustedes, acaso tiene en la cabeza mierda, pastura y molasa. Reservan ciertas dudas, pero asienten al unísono. La astucia del míster no es solo para entenderla; hay que metabolizarla.

Total, a media montaña dan ganas de escucharlo hablar. Juraría que Hummels tiene un vozarrón de no mames, ensanchado por un sistema de galeras y cavernas. Después de un furibundo rechace que va a dar al empeine de Toni Kroos, suelta apenas un vocablo que frena a los atacantes como ventisca tramontana, con la premisa de verse dislocado de la cordillera, para descender, ocupar el valle y verse las caras con la ratonil vivacidad de “Chucky” Lozano y “Chícharo” Hernández, alebrestados, ansiosos.

Ante la garita Hummels-Boateng-Kimmich, Lozano y Hernández renuncian inteligentemente al alpinismo y juegan a ras de césped, asistidos por Herrera y Vela, en una exploración colectiva, desmenuzada y glotona, bastante menos perpendicular de lo que Hummels esperaba. Y la montaña ruge, con un gol mexicano de geometría y carambola. El manto nacarado de la tribuna arde con fallos subsecuentes, balones al poste, porteros al suelo, un turbión de estertores borrascosos que perturban el estoico rostro de Joaquim Löw con finísimas pinzas y escollos. El resto del domingo, con el ascenso cumplido para sitiar la bandera y tomar una selfie en la que se cuelan los macizos nevados, México subsana con ese golecito una endémica falta de dientes. El resultado más importante de su historia mundialista –aún fuera de la zona trascendente– acontece con ese afán de competir en terquedad. La terquedad jaloneada de las doñitas que tejen el punto y cruz, desinteresadas en llevarse la girnalda de olivo, a quienes ni se les pega la gana de dejar de tejer, ni ceden su mecedora, ni saben cuándo dar por terminada la maldita bufanda.