Por Guillermo Fajardo

 

[su_dropcap style=”flat” size=”5″]A[/su_dropcap] José Antonio Meade no le pesará haber sido elegido candidato del PRI. Es de los pocos puestos —si es que una candidatura puede pensarse en términos burocráticos aunque sea por la esperanza de transmutarse en presidencia— que necesitaba. El camino, por supuesto, no ha sido fácil, y es que el gran fantasma de Meade es quien aprobó su candidatura en una especie de retardo explícito que decoró las formas del dedazo. Aguantando hasta el último minuto —para deleite semanal de articulistas y ansiedad de secretarios de estado—, el Presidente se abocó a esperar, con miras celebratorias, una candidatura que podría rescatar al partido del repudio generalizado.  

Dicen que Peña Nieto se ajustó a los rituales del priismo: eso es cierto, aunque también hay que recordar que se ajustó a los rituales para conjurar su propia corrupción. Es decir, nadie mejor que un incólume tecnócrata, de vida familiar intachable, para ser el elegido. Lo malo para el Presidente es que la realidad política, casi siempre, secuestra la expectativa partidista.

Y ese fue el único acierto del PRI. Es cierto: en política es poco lo que se puede hacer cuando un gobierno genera antipatías circulares: la corrupción va de la mano de la impunidad, la impunidad va de la mano de un sistema de justicia inútil, el cual no genera ningún tipo de certezas jurídicas para nadie, lo que aumenta la percepción de la corrupción impune. El gobierno del Presidente Peña Nieto inició con una risotada amplia, pactada con todos los partidos para modernizar ciertas áreas del país. La amplificación de esta forma de gobernar tuvo sus límites, pues si por un lado Peña Nieto y su gabinete buscaron apuntalar reformas estructurales, por el otro liberaron la corrupción estatal a manos de gobernadores priistas tristemente célebres para el Presidente por su estilo particular de robar y canalizar recursos para la campaña de Peña Nieto. Karime Macías, la esposa de Javier Duarte que vive en Londres a todo lujo, es el punterazo final de un sexenio ahogado de corrupción. A nadie le sorprende, por supuesto, la retórica de AMLO en torno al virtuosismo moral y a las formas esperanzadas de un poder unívoco después de la amplificación tortuosa de una corrupción imbatible.    

López Obrador, el candidato puntero, representa un cambio narrativo que es imposible obviar: acabará con la corrupción, nos hará autosuficientes, habrá justicia redistributiva, mirará al pasado económico del país para gobernar y también nos hará virtuosos. El país debería andar de manteles largos: un verdadero político de izquierda gobernándonos con el libreto de una esperanza repartida. Es difícil, sin embargo, ver en López Obrador a un candidato de izquierda. Se le recuerda como tal solamente porque gobernó con el PRD —ese partido que anda en guarapeta perpetua después de tanto parche político y guerra tribal desenfrenada— el Distrito Federal, pero lo cierto es que la alianza de AMLO con el PES, la consulta en cuanto a la legalización de las drogas y su caos ideológico recuerdan al instinto electoral del Presidente norteamericano que llegó bajo circunstancias similares: repudio a las élites, generalizaciones fáciles, cerrazón económica.

La hechura de López Obrador no es la que sus acólitos nos venden ni la que sus enemigos nos señalan. La gran interrogante de AMLO, por sorpresivo que parezca, es que nadie sabe cómo gobernará. Claro: tiene propuestas —como todos—, tiene fobias —como todos—, tiene asesores —como todos—, pero nadie como él ha conformado un equipo tan dispar ni tan heterogéneo. Esto significa varias cosas: primero, que está preparado para gobernar y que ciertos sectores han comenzado a acomodarse, desde ya, para el próximo sexenio, aunque sea a empujones. Segundo, parece que a López Obrador no le importa demasiado la filiación política de su equipo sino la fe renovada en su figura. Tercero, las encuestas le permiten expandirse políticamente sin parecer dadivoso al grado de perder fuelle. 

La figura del candidato provoca muestras de amor que rayan en lo cursi y lo ridículo: la exaltación de su figura es el signo más claro de su incoherencia política. Se vende a López Obrador pero no su programa ni su decálogo. En los debates apenas deja entrever alguna suerte de camino —Ricardo Anaya, el candidato del Frente, es el mejor para eso— y su palabrería pasa por ligereza: apodos insulsos, preguntas sin respuesta, intermitencias narrativas. Su equipo tuvo que salir a explicar la amnistía que el candidato no supo o no pudo explicar. Igual que Donald J. Trump, al candidato de MORENA —imposible no pensar en la virgen mestiza— no le interesan las explicaciones ni la opinión de los expertos. Él representa una voluntad de transformación histórica personificada en Madero o Juárez y en una especie de catolicismo furtivo como último reducto de autoridad moral.

Las buenas noticias: el sistema, por fin, lo ha aceptado. Todo parece dispuesto para que López Obrador gane la Presidencia. Habrá un reacomodo importante, pero las causas insondables del atraso mexicano se le escapan al candidato: no se trata de imponer una constitución moral, tampoco de sacudirse a las viejas élites. La receta ganadora está en una mezcla entre una idea general de nación y una intuición muy particular para improvisar en tiempos de crisis. López Obrador no tiene ni la una ni la otra. Y dado que su voluntad es la única que importa, 2024 será, desde ya, una oportunidad para enderezar el barco que MORENA mantendrá, apenas, a flote.

Espero equivocarme.