José Antonio Meade Kuribreña, quien se encuentra según encuestas en tercer lugar, es (muy lejano de los dos primeros sitios, de los cuatro contendientes a la Presidencia de México) el mejor como persona.

Posiblemente no gane, pero concurre como el único contendiente a quien Andrés Manuel López Obrador podría confiarle su tan jactanciosa y “honrada cartera”.

Nunca lo he visto personalmente ni pretendo hacerlo; tampoco busco tratar personalmente a López Obrador ni a Ricardo Anaya ni a Jaime Rodríguez.

Si el padrón electoral para 2018 registra cerca de 90 millones de mexicanos, seguro estoy de que más de 89 millones nunca hemos visto personalmente a ninguno de los cuatro candidatos a la presidencia, menos hemos convivido con ellos.

Solo los conocemos a través de la publicidad, deformada por su comercialismo y su destreza falaz para la añagaza; pero aún así, todos nos dejan una impresión.

Desde esa ceñida perspectiva, mi percepción sobre Meade es que resulta, en principio, una equívoca pieza humana urdida por Luis Videgaray y Enrique Peña Nieto, y mal orientada por sus consejeros.

A Meade se le sigue notando la carencia de esa malicia que únicamente da la aptitud experimentada de la praxis política. Sus adversarios le aventajan en esas malas artes.

Incluso las palabras malsonantes que ha utilizado José Antonio, ni le van ni le quedan. No le son naturales ni propias. Sus ataques a dos de sus contendientes, debiendo ser filosos, los hace romos en su tono meloso.

Mucha gente buena votará por él, pensando que, en comparación con los otros tres, resulta un buen hombre, sin que sea perfecto.

No ha podido, o no ha querido, tener desplante y estampa de líder; y, según se ve, siempre ha sido un aceptable segundo o tercero en la maquinaria del poder.

Quien gane la presidencia, incluyendo a Andrés Manuel, bien podría invitarlo a formar parte de su gabinete. Se vería bien ese gesto en el triunfador. Pero, llegado el caso, se observaría mejor que él no aceptara.

Como en este mundo y en este tiempo nada es imposible, no descartemos que Meade pueda ganar, siempre y cuando pasen circunstancias extraordinarias, o hagan su aparición contextos ordinarios, para sorpresa de todos. La ley da mayor valor al voto ciudadano que a todas las sabias encuestas de los oráculos mexicanos.

Meade sería mejor presidente, ya que como candidato nos queda a deber. Como presidente tendría que sacudirse tanto lastre, y escoger un equipo de sobresalientes en trabajo, honradez y talento; poniendo el ejemplo con su capacidad y esfuerzo. Inmediatamente curar y cicatrizar heridas de todos los contendientes. Unificar al pueblo para servirlo, y no para explotarlo. Convocándonos a todos a resolver esos problemas que nos siguen lacerando, pero con apego a la ley.

Desde esa faceta de gente buena, el segundo lugar lo ocupa López Obrador, tercero Rodríguez, y el último resulta Anaya, el maloso de la cuarteta.