Día 4 y 5

 

Por Efraín Salinas

 

[su_dropcap style=”flat” size=”5″]D[/su_dropcap]isculpen lectores de Siempre! por la ausencia de estos últimos días, pero entenderán que después del México-Alemania las cosas se pusieron, por así decirlo, bastante intensas.

Un día antes del partido salimos de San Petersburgo por la noche. FIFA marcó los trenes gratuitos que podías reservar con tu boleto al estadio. Y de pronto la estación se convirtió en el mismísimo Metro Chabacano a las ocho de la mañana. Entre sombreros y banderas mexicanas tuvimos que abrirnos paso para poder ocupar la cabina. Mención aparte la calidad del transporte ruso. El carro de segunda clase estaba equipado con camas, mesa y un menú sencillo, pero acorde a un viaje de ocho horas. Nos tocó compartir el espacio con dos chicos mexicanos, él de Morelia y ella de la Ciudad de México. Nos contaron que tenían entradas para seis partidos, todos los del TRI, incluyendo la llave de octavos de final si es que pasaban en segundo lugar del grupo y un par de juegos extra. Además les quedaba un mes de viaje. Qué pinche envidia, pensé.

Llegamos poco antes de las siete de la mañana. Moscú nos recibió con un sol intenso y un montón de turistas desvelados dando vueltas alrededor de la estación. Entramos a un café para que el GPS hiciera su trabajo y nos dio la buena noticia de que el hostal estaba a 15 minutos caminando. La mala es que de último minutos se acabó la batería del celular y tuvimos que adivinar cuál era el edificio correcto. El alfabeto cirílico comenzaba a agotarnos la paciencia.

El hostal estaba lleno, y después de ocho horas de viaje que un tipo te reciba caminando en toalla y saliendo de las regaderas comunes, no es muy alentador. Resultó que reservamos una especie de cabina para dos personas. Parecía un clóset adaptado para meter a un número interminable de gente.

Después de tomar un baño salimos con dirección a la Plaza Roja para ver a mi primo y a su novia, que ya llevaban varios días en la ciudad. Una gran amiga suiza que trabajó en la capital nos había reservado unas copas en el bar del Ritz Carlton, con el Kremlin de fondo. Ahí también había mexicanos, solo que con un presupuesto más conveniente. En mesas cercanas pude distinguir al presidente del Atlas y a Alejandro Irarragorri, del campeón Santos. Ya en la calle, vimos a un viejo con mochila y en chanclas que resultó ser un tal Velibor Milutinović. Bora nos demostró que viajar no es sinónimo de glamour.

Llegó la hora de prepararse para el partido contra los temibles alemanes. Decidimos ir al Fanfest, ahí ya nos esperaban 20 mil personas, quizá la mitad eran paisanos que no encontraron boleto para el debut del tricolor (en la reventa rebasaban los mil dólares). Unos penachos que mi primo compró en la Lagunilla y el disfraz de conchera de su novia, fueron suficientes para que los rusos hicieran fila para la clásica foto.

El árbitro Alizera Faghan pitó el final y la locura mexica explotó. Conocimos a Sergei y a su amigo (también Sergei) que nos invitaron nuestro primer vodka del viaje. De regreso a la Plaza Roja todo eran gritos, cielitos lindos y felicitaciones para los de las playeras verdes. Todos se salió de control. Rusas que coqueteaban con chicos sombrerudos terminaron con algún paisano, al menos por un día. Moscú se convirtió, de repente, en Garibaldi de hace algunos años: fiesta y euforia.