Por Alberto Domingo

 

[su_dropcap style=”flat” size=”5″]F[/su_dropcap]ue el choque de la torpeza contra el crimen. Una manifestación malamente planeada, absolutamente inoportuna, y una represión salvaje, proditoria. El resultado: otra vez el ensangrentamiento infame, el terror en las calles. Otra vez el resentimiento abierto, el pavor, la desconfianza. Otra vez la ciudad convertida en absurdo matadero.

Cuando la cerrazón termina, cuando la buena voluntad comienza a abrirse paso, cuando la incomprensión amengua, ¿quiénes quieren echar a rodar todos los bueno propósitos iniciados, quiénes quieren cortar de un tajo todas las posibles soluciones pacíficas a los más graves problemas nacionales, quienes quieren llevar el desprestigio a la política de alivio del régimen presente, quiénes quieren ensuciar figuras respetables, quiénes quieren, en fin, por fin todos los medios abyectos a la mano, repetir y aumentar el doloroso sacrificio de las vidas jóvenes?

En principio, los estudiantes sólo trataban de dar apoyo a los universitarios de Nuevo León, que siguen considerando inadmisible la nueva ley orgánica propuesta por el gobierno para su casa de estudios. Mítines en el interior de las escuelas, manifiestos, pintas, volantes, fueron la fórmula de apoyo. Establecido en Nuevo León el diálogo, nada parecía justificar la táctica de lanzarse a la calle abiertamente. Ni había ambiente para ello. Sin embargo, los comités de lucha estudiantiles aceleraron la protesta. Integrados, en su mayoría, por elementos nuevos, muchachos de recién ingreso a las facultades, a veces parecen usar mucho más la euforia juvenil que el razonamiento preciso. Muchos no tuvieron oportunidad de estar presentes en el 68 y, sin recoger sus lecciones tremendas, sin asimilar las experiencias consecuentes de aquella lucha tan ardua, se arrojan fácilmente a la protesta inflamada, se desbocan por la pelea fragorosa. Otros seguramente atienden a consignas sucias. Las escuelas universitarias y politécnicas están profusamente infiltradas por provocadores a sueldo. Los propios muchachos cuentan cómo la desconfianza cunde, cómo en cada rostro de un compañero se cree ver al “guarura”, al delator, al incendiario. Los “porros” siguen golpeando, vejando, destrozando impunemente. Los más de los estudiantes se sienten desvalidos. Quizás por eso muchos vieron en el nuevo intento de movimiento, en la nueva manifestación de protesta, una grata organización solidaria, un cuerpo fraternal al que acogerse. En cosa de una semana, así, el “aceleramiento” dio sus frutos. Organizada a la carrera, la manifestación buscó precipitadamente “banderas”. A lo de Nueva León, se sumó una protesta contra la reforma educativa. Una reforma que todavía no ha precipitado contundentemente sus términos y contra la que no puede haber aún argumentos suficientemente claros, por tanto. En la Facultad de Filosofía, solamente, se conoce el intento de conducir la cátedra, mediante esa reforma, a una apolitización del estudiante; pero eso ni siquiera ha cuajado todavía. Se habló también de pedir la libertad de todos los presos políticos, precisamente en el momento en que se han estado abriendo las puertas de las cárceles. Se habló asimismo de declarar un repudio “a la demagogia de Luis Echeverría” cuando el régimen actual apenas ha dado sus primeros pasos de gobierno.

En esas condiciones, sin adecuada preparación, sin la cautela mínima, la manifestación de sólo diez mil estudiantes fue llevada por una ruta de muchas amargas experiencias pasadas han demostrado que es una clásica trampa, una auténtica ratonera. No se previeron lugares de refugio, no se fijaron vías de escape, para el caso de una represión. Faltaron conductores experimentados a la nada manifestante y en cambio, dato muy significativo, sobraron las mantas y pancartas con leyendas agresivas. Sobraron, también los que incitaron a porras insolentes para corear en el curso de la marcha. Aunque desde las primeras cuadras recorridas se advirtió la presencia de los grupos de choque, listos a actuar, sus camiones, sus bandas, sus garrotes, sus armas de fuego, nadie dio la voz de alerta, sino al contrario, sobraron los que empujaron a los muchachos haciéndolos confiar en “la total ausencia de peligro”. Todo lo cual señala una acción equivocada; pero en ningún modo eso puede coartar el derecho de los jóvenes a expresarse libremente.

El resto es harto conocido y, por fortuna, la única fortuna hasta ahora, nadie ha podido ocultarlo y la más alta autoridad del país a más de lamentar lo sucedido, condenó sin ambages el crimen gigantesco, la barbarie alevosa y se comprometió firmemente al castigo de los culpables que, ciertamente, si no se interponen fuertes influencias para ocultarlos —que no se interpondrán, creemos los más —, tendrán que salir a flote muy pronto, tendrán que ser exhibidos, castigados, liquidados de una vez por todas.

La existencia de los “halcones” ya no necesita probarse. Fue evidente. Lo fue, incluso, desde 1968: ellos balacearon la Vocacional 7, ellos balacearon el mitin de la Plaza del Carillón. Y esa evidencia se refuerza ahora: fueron fotografiados mientras garroteaban, mientras baleaban, mientras asesinaban a mansalva. Cientos, miles de testigos hay contra ellos. Ellos los vieron salir de los camiones grises y los automóviles blancos idénticos a los usados en el 68; ellos los vieron marchar a paso de carga contra la multitud indefensa, encajonada en la Avenida de los Maestros; los vieron entrar a saco en la Escuela Normal donde muchos buscaron inútilmente refugio; los vieron invadir, ametralladora en mano, el hospital Rubén Leñero, acribillar estudiantes en el patio de ese nosocomio, atacar las ambulancias, penetrar con lujo de violencia en las salas de enfermos, secuestrar pistola en mano a los heridos, hacer aprehensiones por doquiera, continuar la cacería hasta sitios tan lejanos como, por ejemplo, la iglesia de San Hipólito, en la Avenida Hidalgo, donde molieron a golpes a los ahí refugiados; fueron vistos en los balcones y las azoteas de los edificios cercanos al sitio del tumulto; fueron vistos parapetados en las patrullas policiacas disparando durante varias horas; fueron vistos —¿disfrazados, acaso? — con casco y uniforme de granadero, en la esquina trágica, vaciando sus metralletas sobre la multitud arremolinada, impedida de fuga por la maniobra militar de encajonamiento que llevaron a cabo en acción de sincronizamiento perfecto.

Muchas voces señalan el Departamento del D.F., como sustento de los “halcones”, otras más señalan también a la CTM que ya alguna vez declaró a la prensa paladinamente que formaría brigadas de choque contra los estudiantes. No hay razón alguna, sin embargo, para suponer que el ejecutivo nacional tiene ahora injerencia en el mantenimiento y proyección de esa horda de matarifes. No hay la mínima lógica en ello, si se ha mostrado una política totalmente contraria a la violencia, en este régimen precisamente. Sin embargo, un cuerpo de choque como el de los “halcones”, que agrede con las más brutales tácticas del fachismo, que golpea y hiere aún a los representantes de la prensa tradicionalmente respetados, que cuenta con adiestramiento refinado y equipo de represión muy caro, no puede ser obra de espontáneos; tiene que estar al servicio de políticos turbios, de interese nefastos, de derechismos exaltados, de ultras que quieren precisamente someter a cualquier joven progresista y acarrear el descrédito al presidente. Provocadores y represores, infiltrados los unos en las escuelas, encaramados los otros en una ciudad prácticamente inerme, asesinos a quienes la policía no ataja ni descubre, bestias de impunidad absoluta, forman un mecanismo de perversidad indecible. Son la garra del encono, el brazo de la ambición inconfesable.

Ya, pues, ante esa ola de bestialidad, nadie puede, ni debe quedar indiferente. Hay que exigir su supresión inmediata. Esa será la mejor forma de que el regente cumpla su promesa de mantener a la ciudad “en orden”. Hay que pedirles a los estudiantes una clara selección de líderes visionarios, certeros, limpios. Hay que apoyar, ahora sí, en esa necesaria labor de depuración, en esta labor de legítima defensa, al presidente y a los ciudadanos honrados. Pues no sólo es la tranquilidad, sino la vida misma de todos nosotros lo que se está jugando.  

>>Texto publicado el 23 de junio de 1971, en la revista Siempre! Número 939<<