Días 7 y 8

 

Por Efraín Salinas

 

[su_dropcap style=”flat” size=”5″]R[/su_dropcap]ostov es la ciudad más pequeña que recibió a México, por eso las manchas verdes moviéndose por las calles fueron más evidentes. Esta ciudad del suroeste parte en dos el río Don, que sirve de lugar de pesca, paseo y playa para su gente. Un día antes del México-Corea desayunamos en uno de los restaurantes típicos que se ubican en la orilla. Brasil batallaba contra los ticos cuando la brisa del río nos regalaba un ruido conocido. “Amo su inocencia, amo sus errores, soy su primer novio, su primer amor”. Resulta que los paisanos habían secuestrado el sonido del bote que suponía dar detalles de la ciudad a los turistas. Acá no importa mucho conocer la cultura local, más bien hacerse presente y mostrarse orgulloso de la “Raza de Bronce”.

Llegamos al partido dos horas antes. El ejército de mexicanos estaba listo para el segundo asalto en Rusia. En menos de dos días, apenas pudimos ver un puñado de coreanos que fueron casi imperceptibles en una ciudad que intentaba ser justa, pero que al final no pudo ocultar su tendencia por lo latino. El partido desató la locura.

Esa noche la ciudad no durmió. Todo estaba lleno: taxis, bares, hoteles, restaurantes. “Mexican fiesta”, eran las únicas palabras que se alcanzaban a distinguir entre las conversaciones locales. Terminamos esa noche en un karaoke, que para nuestra sorpresa tenía entre sus canciones La Negra Tomasa y algunas de Alejandro Fernández. Era el primer lugar donde no nos topábamos con un connacional y, para ser sincero, lo disfrutamos bastante. Ahí descubrimos que en este lado del mundo tienen sus versiones de José José, Juan Gabriel y Camilo Sesto. No teníamos que entender la letra para saberlo.

Pero nos esperaban 17 horas para regresar a Moscú, así que entre gritos de “viva México” y muchos abrazos y besos, salimos de ahí para llegar a la estación a las dos de la mañana.

Recuperamos energías y conocimos a nuestros compañeros de cuarto, una señora en sus cincuenta y tantos años y su hijo de 12, que nos veía con mucha curiosidad. Ella, ni una palabra de inglés o español, pero con señas entendimos que el chico sabía algo de inglés.

Comenzó a decirnos, con mucha pena, que su mamá nos regalaba algunas rebanadas de salami para la comida. Ya con más confianza nos preguntó si había sido muy caro llegar hasta Rusia, y terminamos hablando de Bulgakov y Pushkin. Luego nos pidió una foto con el sombrero de mariachi. Saqué mi bufanda tricolor y se la puse. Al final nos devolvió el sombrero y cuando me entregó también la bufanda, le dije que era suya. Pegó un grito de felicidad y me abrazó muy fuerte. Desde ahora les digo que es uno de los recuerdos más preciados que me quedan de este viaje.