En la entrega anterior dimos cuenta del surgimiento de un auténtico cisne negro judicial, alegoría extraída del libro del mismo nombre escrito por Nicholas Taleb. En efecto, un tribunal colegiado emitió una histórica sentencia relacionada con la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa. Tal fallo es constitutivo de la verdad legal o cosa juzgada y no puede ser impugnado en forma alguna, ni siquiera a través de una controversia constitucional ante el máximo tribunal.
Los valientes togados no se anduvieron por las ramas. Determinaron que la investigación no fue inmediata, ni efectiva, ni independiente, ni imparcial. Asimismo ordenaron la integración de la Comisión de Investigación para la Verdad y la Justicia para el caso Iguala que será conformada por representantes de las víctimas, la CNDH y la PGR.
Algunas autoridades han calificado este pronunciamiento como una aberración jurídica. Ciertamente lo hacen teniendo en mente la figura decimonónica del juez positivista, aquel que según la célebre frase de Montesquieu debe limitarse a ser “la boca de la ley”. Los juicios de Nuremberg a los jueces del régimen nazi evidenciaron los extremos a los que puede conducir la adhesión a ese modelo jurisdiccional.
Las epistemologías jurídicas del siglo XXI rechazan categóricamente esa visión trasnochada. El neoconstitucionalismo, el garantismo de Luigi Ferrajoli, la teoría principalista de Ronald Dworkin y las distintas corrientes de la argumentación jurídica convergen en el hecho de que los juzgadores no deben constreñirse a la aplicación mecánica de la ley, sino que tienen que llevar a cabo una valoración crítica de los procesos y los contenidos normativos.
La sentencia en cita, sin duda heterodoxa e innovadora, está fundada en los núcleos basales de esas teorías jurídicas contemporáneas y tiene por ende un sustento jurídico absolutamente diamantino. Más aún, es acorde al Protocolo de Minnesota aprobado por Naciones Unidas y a la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la cual impone a los jueces el deber de propiciar las condiciones objetivas que hagan posible el cumplimiento de cinco obligaciones que son consustanciales a los Estados: verdad, justicia, reparaciones integrales a las víctimas, otorgamiento de garantías de no repetición de los ataques y preservación de la memoria histórica. Para lo cual, como se estableció en la sentencia interamericana del caso Anzualdo Castro vs. Perú, pueden echar mano de figuras novedosas como las comisiones de la verdad.
El cisne negro judicial ha abierto una inesperada ruta hacia el esclarecimiento con visión de Estado del caso Ayotzinapa. Lejos de ser una patología o una execrable falencia judicial, representa la oportunidad de oro para que este gravísimo asunto sea resuelto en el plano interno acorde a un modelo sui generis. Las maniobras de elusión o el franco sabotaje pondrían de relieve que el Estado no quiere hacer justicia y ello justificaría la intervención de la Corte Penal Internacional.

