Por Efraín Salinas

 

Día 1

 

[su_dropcap style=”flat” size=”5″]1[/su_dropcap]986. Estoy de puntitas, apoyado en el mostrador de la papelería de la esquina. Señaló la planilla de la selección de Escocia y saco los pesos que junté durante varios días… justo en ese momento me  despierta el aterrizaje en Moscú y los aplausos de un avión de peruanos, ticos, colombianos, pero sobre todo de mexicanos que con sus gritos de guerra levantan a los demás.

Los pocos rusos que hay en la cabina, los ven y murmuran entre ellos. Seguro que se preguntan por qué tanto alboroto. Después de casi cuarenta y ocho horas entre la escala en Nueva York, la espera en dos aeropuertos y largas filas en migración, llegué a San Petersburgo. Pido un Uber y todo parece salir bien. Bajo del auto con mi esposa y comienzan los problemas. El chofer me habla en ruso. “¿English?”, le pregunto. Mueve la cabeza muy serio y dice que no. Después de varios intentos por medio de aplicaciones del celular, entiendo que hay que pagar en efectivo y no traemos ni un rublo. Aquí no aceptan dólares. Mientras, mi esposa sale de la recepción del hotel con la noticia de que no es el nuestro. ¿Y ahora? De nuevo la aplicación del traductor sale al rescate y nuestras caras de angustia le arrancan al conductor una carcajada. Le habla a su teléfono y éste traduce: “No preocuparrrse. Los llevo al bankamat (cajero) y luego al hotel correcto. Solo doscientos rublos (cerca de setenta pesos) más”. Se disculpa por no hablar inglés en pleno siglo XXI. Al final y gracias a Google, todo se resuelve. Llegamos pasada la media noche al hotel, que tiene un elevador de la Guerra Fría pero con llaves digitales de proximidad. Con esos contrastes nos recibe la Rusia mundialista.