Dos estilos, dos modos de poetizar, dos visiones del mundo vinculadas por el tono recitativo, epítomes, anáforas y demás recursos reiterativos que buscan resaltar el tono sacro que prevalece en dos autores mexicanos: José Carlos Becerra y Raúl Garduño. Ambos poetas comparten incluso la misma fecha de fallecimiento, 27 de mayo, aunque con diez años de diferencia; coincidieron, además, en un volumen de poemas. Poesía joven de México (1967), al lado de Alejandro Aura y Leopoldo Ayala. Se advierten, desde luego, otras situaciones que hermanan a uno y otro cantores: el primero, tabasqueño, cuyos versos se desbordan como el Grijalva, que también vincula al chiapaneco Garduño.

Con un vigor inusitado y modulaciones taciturnas José Carlos Becerra (Villahermosa, Tabasco, mayo 21 de 1937-Brindisi, Italia, 27 de mayo de 1970) desemboca en un reiterado adiós. Su cadencia, su ritmo alargado, prefigura su partida. Por su parte Raúl Garduño (México, DF., 20 de noviembre de 1945-Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, mayo 27 de 1980), más solar, más sensual, también se prepara a abandonar el mundo, pero mientras lo hace goza de lo circundante, de la luminosidad de la tierra.

Becerra y Garduño son, básicamente, dos bardos que utilizan la sonoridad del Logos para instaurar coincidencias y afinidades. Dos sacerdotes del Verbo que cantan y exteriorizan su ser más último. La poesía de José Carlos Becerra, por ejemplo, se circunscribe a un orden, a un sistema determinado de imágenes visuales que concretizan en la evocación. A diferencia de Octavio Paz, cada frase, cada expresión las realiza en función directa a su busca onírica; esta actividad lúdica, funcional, encuentra su qué en la introspección del ensueño para intentar una explicación, y por lo tanto racional, de su ser. Relación de los hechos (1980) me sirve para determinar su posición estética a través de un ritmo alargado, de ambientes densos, bíblicos. Tonos y acentos que reiteran su presencia en el mundo a través de versos alargados. Simbolismo, busca teleológica y ontologismo en su obra: El origen, la mirada interrogativa, el Yo, nostálgico, husmea en esas atmósferas ocres: “¿Dónde está lo que resplandece cuando el fuego retrocede?/¿Dónde está aquello que no es vencido por el poderío de lo que duerme?”.

Instantes, actitudes, donde la luz adquiere matices nostálgicos. La presencia de la mujer siempre es reveladora en esta poesía. La memoria es fundamental para reaprehender esta realidad. Pasión amorosa, visión nostálgica por ese instante, por la fugacidad que jamás puede eternizarse. Una realidad inaprensible, ciertamente. Por eso el poeta se duele.

Becerra busca en la memoria, en la certeza de que la realidad está en otra parte y por eso pretende nombrar el mundo. Claves, símbolos, yuxtaposiciones (sueño-vigilia; tierra-mar), etcétera, señalan su preocupación fundamental: el “conócete a ti mismo” socrático. Si bien esta busca incesante la realiza por varios caminos (el amor, la nostalgia, el recuerdo, él mismo), Becerra siempre confluye en las esencias. El poeta hurga en las palabras. “Yo me consulté a mí mismo”, señala Heráclito. Y Becerra, parafraseándolo, podría exclamar: yo me describí a mí mismo. Sueño, imagen, espejo, recuerdos son los términos claves del poeta. A lo largo de su obra se repiten ordenada, sistemáticamente. Corresponden a una relación, y como tal, interna, intensa. Así pues, en “Declaración de otoño” se establece la oposición, plenamente identificada.

Miradas/recuerdo/espejos: forma/tiempo/espacio en la mirada. He aquí el medio: la busca como método cognoscitivo, aunque expresado en forma poética. La mirada posándose en el espejo para evocar al mundo, para redimensionar, y retomar, la realidad. Siempre el mismo lenguaje: juego simbólico, búsqueda. Y anáforas, epítomes, reiteraciones para integrar una atmósfera ocre, pesarosa. Su juego: dibujarse, reflejarse en la Palabra. Siempre introspección y recuerdos, sueño y vigilia.

Becerra de forma constante resalta su desasosiego: “He sacudido antiguas imágenes, he destapado botellas no sé si vacías,/he empañado con ansiedad el antiguo juego de espejos”. Por supuesto que hay algo más en ese contexto, en esa búsqueda: el instante aprehensible de la realidad heracliteana en la esencia del ser, de las cosas. Su mirada es lánguida, evocativa. Becerra también busca en el amor, “superficie donde el sueño es la única pisada que puede escucharse”. Amor becqueriano; sueño, evocación: lo distante. Sintomático: “Tal vez eso sea el recuerdo,/ tú en la ventana, asomada y retrospectiva bajo la luz distante”, ha dicho.

En su oportunidad Raúl Garduño constituyó una sorprendente eclosión en las letras. Joven aún, pleno de esperanzas, al igual que José Carlos fue sorprendido por la muerte con un nuevo libro, todavía inédito, bajo el brazo. Como poeta, Garduño supo expresar su sentimiento con palpable lucidez; sabía que el sufrimiento hace al hombre, no la retórica ni el signo significado que tanto agrada a los eruditos. Garduño lo sabía y además lo supo explicar líricamente, puesto que cada contexto discursivo tiene una fuerza asimilativa que impone a la palabra determinadas funciones; la vitalidad de la metáfora está en razón directa de la emoción y de la percepción afectiva, sentimental: “No, los pájaros no traen la palabra./ Sólo tengo el viento de un lápiz/ y el panal incompleto de las fuerzas/ bajo el tibio calor de la garganta”.

Para este poeta el amor se transfiguraba en potencia y acto. A veces solo el recuerdo roía su voz, su poesía: “Con uno solo de mis dedos/ rompo el muro de la noche,/ rompo el recuerdo, rompo/ la amargura amarrada a mi cuello:/ aquí estás y vienen lagos, ah muchacha,/ lagos de salvamento que me da tu cuerpo de delicia/ mientras salgo de cicatrices/ que se borran con manotazos de niebla…”. Por supuesto que en estas relaciones a veces asomaba una brizna de temor, expresado con imágenes cotidianas: “El miedo viene como la punta de la tos/ desde los arrabales arrebatados:/ miedo de que te quiebres,/ de que te destroces si te pongo el dedo en la cara”.

En los dos únicos libros publicados a lo largo de su breve existencia, titulados simplemente como Poemas (Gob. del Edo. de Chiapas, Tuxtla Gutiérrez, Chis., 1973. 2ª. edic. aumentada, 1982), Garduño supo reflejarse en toda su valía. Imagen tras imagen, letra a letra, el poeta manejó sus sentimientos con certeza: “Porque puse mi mano sobre tu carne/ como se pone la palabra sobre la lengua,/ porque te di la hoja de vida que mastican tus dientes,/ porque hablo de la rosa encerrada en tu rostro,/ por eso,/ por eso no te extrañe si ante tantos copos de luna/algo de mí cae sobre tus senos de oro enloquecido…”.

Una característica técnico-formal: el uso de las anáforas, epítomes y reiteraciones, como en José Carlos Becerra: “la noche,/ la noche bajando de los cerros como una ciudad,/ la noche como una serpiente resentida,/ la noche batiente, la noche amarga,/ caída en mi sangre, empujándome al cuarto/ a los escombros de la lluvia,/ a los lugares donde el mar deshecha remordimientos…”. Y la condición de ser, de calificar y de signar, de significar al mundo por medio de la metáfora.

En Garduño el tiempo asume diversos grados y adquiere connotaciones específicas, casi antropomórficas: “llueve en el sur de alguna ausencia,/ llueve sobre la ciudad, sobre el escándalo del tiempo”. También constituye una bestia, un océano que avizora los sucesos, “contra un muro donde el tiempo ruge”. Por supuesto que también fluye, rueda “como una sombra,/ como una guirnalda de guerra…”. El tiempo amarillea “en las fosas de la muerte en resurrección”. No obstante, Garduño sabe que es un “enterrador de las historias más puras”.

El tono crepuscular de José Carlos Becerra y la fuerza telúrica, luminosa de Garduño, los hermanan.