La llegada de la revolución en el arte y la cultura del siglo XX en México viene justo después de la revolución armada, con la aparición del Teatro de Ulises, en 1928, en El Cacharro, pequeño espacio ubicado en la calle de Mesones 42, en el Centro de la Ciudad de México. No podía ser de otra manera la irrupción de esta vanguardia teatral, en tanto que los más importantes representantes de dicha eclosión cultural nacerían en el primer decenio del Siglo XX: Antonieta Rivas Mercado en 1900, Xavier Villaurrutia en 1903, Salvador Novo en 1904, Celestino Gorostiza en 1904, Gilberto Owen en 1904, Clementina Otero en 1909… Para los años veinte, toda esta pléyade de poetas, actores, dramaturgos, escritores, periodistas, formarían el movimiento teatral más trascendente del periodo posrevolucionario al crear, en enero de 1928, el Teatro de Ulises. Refería Clementina Otero que desde 1926, aquellos entonces jóvenes intelectuales ya se habían propuesto llevar a cabo la gestación de un teatro nuevo, en algún momento. Un nuevo teatro que diera una cara diferente a la establecida y se atreviera a abordar a autores en México —e incluso en Latinoamérica— prácticamente desconocidos, para lo que, desde entonces, el grupo se abocaría a experimentar en petit comité, a puerta cerrada. Y así, de esa inquietud surgió —dos años más tarde— el movimiento escénico de mayor relevancia vanguardística en la segunda década del siglo XX en México: el Teatro de Ulises, parteaguas de lo que sería la vanguardia teatral mexicana por excelencia.
En Primeros renovadores del Teatro en México (1928-1941), publicado en 1985, libro esencial, la investigadora Margarita Mendoza López refiere que es Antonieta Rivas Mercado quien ofrece a los jóvenes artistas que forman el grupo Ulises “una de las viviendas de la vieja casona que poseía en la calle de Mesones 42”. Y así, fueron los mismos integrantes de la revista Ulises quienes “con yute como único material” decoraron y adaptaron el espacio en donde se estrenarían obras de Claude Roger-Marx (Simili, en traducción de Gilberto Owen) y Lord Dunsany (La puerta reluciente), ambas dirigidas por Julio Jiménez Rueda, los días 4 y 5 de enero de 1928. Luego vendrían otros dramaturgos: Eugene O’Neill, Jean Cocteau, Charles Vildrac y H. L. Lenormand. “… Con el Teatro de Ulises —señala Mendoza López— México tuvo teatro experimental… en él están las raíces de lo que ahora se hace en nuestros escenarios”. De tal manera, México comenzó una nueva ruta en su confirmación como arte vivo. Todos los integrantes de Ulises eran jóvenes entre 25 y 30 años, y ya habían hecho la revista Ulises, que dura un año (1927-1928), y que sería de efímera pero señera vida, como el mismo Teatro de Ulises. Los jóvenes artistas e intelectuales se propusieron hacer un teatro de vanguardia en México, con obras realmente insólitas e inéditas en el panorama mexicano. Como grandes visionarios que eran, los Contemporáneos —nombre con que se les identificaría a raíz de la creación de la revista Contemporáneos (1928-1931)— sabían lo que estaban haciendo: escribiendo la Historia. No es difícil imaginar a esos jóvenes, Villaurrutia, Novo, Antonieta Rivas Mercado… diciéndose a sí mismos: “Vamos a revolucionar el teatro. Estamos hartos de ese teatro nacionalista, de ese castellanismo del teatro español que impera rancio en los escenarios mexicanos; vamos a gestar una nueva etapa de nuestro teatro”. Y no es difícil porque la actitud de los jóvenes por lo general, ante cuestiones artísticas, explaya aventura y reto, sí, pero también renovación, evolución. El valor, la gran aportación de estos creadores fue que gracias a ellos hemos tenido, a lo largo de más de un siglo, grandes oleadas de experimentaciones. La experimentación escénica es un rompimiento. Pero también constituye una religación con las raigambres más auténticas. No podemos entender el devenir del teatro mexicano en el siglo XX, y lo que va del siglo XXI, sin la aportación del grupo Teatro de Ulises, que fue fundamental y con miras siempre hacia lo universal. En Teatro de Ulises se plantaron las semillas, por otra parte, para lo que sería posteriormente la dramaturgia mexicana de estos autores, Villaurrutia (con Invitación a la muerte y sus piezas breves) y Novo (con La culta dama, A ocho columnas y Yocasta o casi), que son quienes más se internan en la creación dramatúrgica, junto con Celestino Gorostiza y Julio Jiménez Rueda, que era el mayor de todos, nacido en 1896, y quien tenía a su cargo la dirección artística del grupo. A Jiménez Rueda se deberá la primera puesta en escena de Teatro de Ulises, Simili.
Aquellos jóvenes iconoclastas, emprendedores y subversivos dentro de su contexto cultural eran hombres de teatro totales; es decir, se integraban al todo escénico asumiendo el compromiso creador desde diversas facetas, como actores, directores, poetas, escenógrafos, traductores… En tanto impulsores de una nueva concepción teatral, estos jóvenes eran hombres de cultura, animales de teatro que no sólo reducían su labor a una sola tarea. Los rigores del teatro les eran particularmente seductores en todos sentidos, descubriendo con ello que el arte dramático requiere de una entrega absoluta y complementaria entre las diferentes especializaciones. La gran aportación de quienes concretaron el proyecto Teatro de Ulises fue abrirse hacia sus propios talentos y potenciar los deseos de revitalizar el teatro, aunque al principio —me contaba Clementina Otero—, lo hicieron como distracción de amigos y para adentrarse en todos esos escritores europeos y estadunidenses que entonces en México no habían tenido difusión alguna. Otro de los grandes aportes que logran a través de la representación de estas obras de teatro tachadas de “europeizantes” es que por primera vez dejan de lado el apuntador. A partir del Teatro de Ulises, los Contemporáneos empiezan a tomar como base las teorías de Jacques Copeau y exploran la naturalidad de la actuación llegando a explorar la vivencia stanislavskiana, por lo que tienen que memorizar, aprenderse los textos, y vivirlos en carne propia. Un aporte más fue el traer autores tan controversiales como Jean Cocteau, con Orfeo, que Villaurrutia traduce como lo hará después con La voz humana, célebre monólogo, que dirigirá para su musa, la eminente actriz Clementina Otero. De una y mil formas, Teatro de Ulises representó una apertura hacia un teatro de resonancias universales que tocarían —en primera instancia— al teatro experimental, pero al correr los años, también al institucional, al universitario y al comercial. No era un teatro que persiguiera acaparar al gran público, sino acendrar en la necesidad de vencer el color localista y la visión cerrada del nacionalismo arquetípico. Carlos Luquín, Delfino Ramírez Tovar, Isabella Corona (luego célebre actriz en la industria cinematográfica mexicana) y Lupe Medina de Ortega, completarían el cuadro de actores, junto con María Luisa Cabrera, quien también se convierte en mecenas del grupo junto a Antonieta Rivas Mercado, solventando los gastos de la compañía.
Desde las primeras investigaciones de Margarita Mendoza López y Antonio Magaña Esquivel, hasta los sorpresivos e inteligentes ensayos e indagaciones de Guillermo Sheridan y Luis Mario Schneider, o las incisivas pesquisas de Vicente Quirarte y Guillermo Vega Zaragoza, la difusión y análisis de lo que significó el Teatro de Ulises dentro de los intereses, búsquedas y propuestas estéticas del grupo Contemporáneos, han venido a refrendar, continuamente, la trascendencia de este movimiento que aún ahora, a 90 años de su creación, cosecha los frutos de su visionario impulso estético en el seno de la cultura mexicana.

