Por Alberto Domingo*

 

[su_dropcap style=”flat” size=”5″]D[/su_dropcap]ecir la “nueva” calle de SIEMPRE!, es un decir no más, porque ya vamos para los once años de estar aposentados aquí, en la calle de Vallarta, una calle que a pesar de estar dedicada a uno de los hombres del juarismo a punto estuvo de quedar borrada para la historia de la ciudad cuando Pagés Llergo, arrugando la nariz y la boca, pronunció con desdén su sentencia: “Esta es una calle sin personalidad”.

Porque, ciertamente, es una calle donde predominan los camiones ruidosos, los automóviles raudos: una calle de paso, pues. Que no tiene el amor populachero un el refinamiento chic, que no es residencial propiamente ni es arteria comercial de boato. Es una calle para el tránsito, es una calle sin arraigos, donde los viandantes no se miran los rostros, donde no hay pies que acaricien las banquetas, donde nadie se cita a placer con un amigo viejo.

Sin embargo, desde esta casa nuestra, en el número 20 de la calle (casa de piedra gris y teja roja, rara mezcla de estilo Tudor o gótico florido, o mezcla de todo y conclusión de nada, “casa de brujas” que la gente dice, con su anuncio luminoso que jamás se ha encendido, casa entre ruinosa y airosa, entre noble y chocarrera, entre acogedora y relajienta), durante once años largos hemos visto pasar la vida —unos hemos ganado canas, otros hasta pelo han perdido—, toda la vida: desde el candor de los niños de enfrente, los de la guardería de Recursos Hidráulicos, que tienen voces de pájaros, hasta la zorrería de los ya creciditos de la esquina, los de la CTM y del Sindicato de Músicos, que a veces, cuando discuten sus cosas “laborales”, rugen a alto volumen. Toda la vida: el empaque de los abogados y los diplomáticos del semi-rascacielos del número 1, las glorias faranduleras de Rambal y Lucy en el Teatro del Músico, la aseada, rígida marcha de las manifestaciones obreras y el rebumbio de las concentraciones estudiantiles con omiso crepitar de granaderos, el majestuoso entierro del tata Lázaro Cárdenas desbordando el cariño de la gente, la tiesa solemnidad de las ceremonias cívicas, según dicta la vecindad augusta, porque esta calle que parece anodina flota entre extremos realmente hermosos: nace, épica, en el ángulo suroeste de la Plaza de la República, donde la mole vulgar e importante, tosca y entrañable como barro de pueblo, del Monumento a la Revolución se asienta, y muere, dulcemente, en la esquina de un filósofo olvidado, Antonio Caso, esquina que antes fue de “Las Artes”, según el bautizo romántico de la época en que a todas las calles de la zona se le ponían nombres de flores, árboles o poetas.

Tiene, sí, por otra parte, su cacho de pasado recordable, al menos para la anécdota. Aquí, precisamente al lado nuestro, en lo que hoy es el número 16 — misterios de la numeración urbana que pega al 16 con el 20— , estuvo el primer edificio de la Cruz Roja y quizá por eso, todavía se oye, de vez en vez, lamentos, quejidos y denuestos, sobretodo cuando en las tardes de dominó sobreviene un intempestivo cierre a blancas. A la vuelta, por la cerrada de Vallarta, estuvo el Frontón Colón, para damas raquetistas, convertido hoy por su propietario Moisés Cosío en caserón deshabitado con un solar contiguo habilitado por las lluvias de muchos años en charca inmunda y pestilente, que naturalmente nos trae, a más ratas y mosquitos que Salubridad nunca advierte, más lamentos, quejidos y denuestos de las almas en pena de los apostadores que sufrieron las trágicas igualadas a 29. Y en la esquina, en fin, sobre la tienda de abarrotes propiedad de una familia hispana en que han florecido las muchachas más salerosas y lindas que todo el barrio recuerda; está el edificio Sayrols, que hace cosa de un cuarto de siglo albergó a la revista “Hoy”, la primera publicación que en México hizo periodismo realmente moderno, ágil, incisivo, cuna de reporteros audaces y sitial de escritores de auténtica prosapia, y asimismo local donde surgió a su existencia breve pero alucinante, ese relámpago mordaz que, en materia de critica política y social, fue ejemplar único en el periodismo del mundo: “Rotofoto”, la fotografía demoledora, la cátedra a través de la imagen pura, el sarcasmo del pueblo en su mejor espejo.

Son apenas cien metros de ciudad, una cuadra no más de sol y lluvia, sólo cien pasos de smog, esta calle de ahora hemos de querer porque es nuestra. Porque nos mide los minutos y nos cuenta las alegrías y los ayeres. Porque nos presta refugio a los cansancios y nos da una ventana clara para atisbar el mundo. Calle que se mece en contrastes curiosos: en una esquina, el boleto que tiene —¿o tuvo?—  silla y cajón todos recubiertos de metal dorado y al lado un radio de transistores siempre sintonizado en Radio Universidad, muy claramente indicando que prefiere zapatos de gente culta; y en la otra esquina, la silla austera de Fidel Velázquez, el líder obrero siempre sintonizado en la onda sexenal ganadora. En una punta, un teatro; en la otra, una escuela, la de Ingeniería Municipal, de la SEP, donde ¡qué cosa!, no se ha conocido nunca un relajo ni un alboroto ni siquiera una serenata. Calle de ajetreo bávaro en las mañanas, de calma cancina en las tardes y de silencio sepulcral en las noches, Calle que, aunque los turistas vagan embobados por Reforma lo ignoren, tienen también sus dos buenos fantasmas: uno, el baldío donde por muchos años quiso levantarse el edificio orondo de Publicidad Ferrer y acabó resignándose a ser estacionamiento de automóviles; otro, el Café Vallarta, mudo desde hace tres meses, donde quedaron muchos de los mejores ocios y muchas de las mejores esencias suspirantes de los más de los chicos bravos del  SIEMPRE!: el chaparrito Isolbi, con su traza de duende enojón; el compadre Silverio, puro jugo del pueblo, llenando el localito con su quijada inmensamente sonriente: Joaquín Olivares, de galano cazador furtivo; Luis Gutiérrez y González, en sorpresivas visitas postineras; y aún el jefe Pagés, en los desayunos más rápidos que ojos humanos hayan visto: huevos tibios, café y pan, sorbidos en tres décimas de segundo y además en postura yoga sobre un tercio de silla apenas.

Como se ve, once años corridos como un soplo. Dos sexenios presidenciales, la batalla de Argel, la escalada de Vietnam, el asesinato de los Kennedy, el primer hombre en el espacio, la muerte De Gaulle, el retiro de Jruschov, la revolución cubana sostenida contra viento y marea, la luminosidad del Che, la conmoción estudiantil, Tlatelolco, el terremoto de Perú, la peste de Pakistán y al fin, hace poco, aquí suelos más firmes, atmósfera más clara, vientos nuevos.

Un día, los agentes de tránsito cerraron nuestra calle y ni la credencial fachosa nos valió para entrar a ella montados en la carcacha garbosa. Al filo de las aceras, muchachas de colorido uniforme levantando pancartas. Y de pronto, redoble de tambores aporreados por manos juveniles, gritos de ¡allí viene!, ¡pronto, las mantas!, rebumbio, expectación, gritos festivos, inicio de porras, grande ojos abiertos. Doblando por Antonio Caso, avanzó por nuestra calle de Vallarta la comitiva. Al centro, un hombre alto, robusto, elástico, frente despejadísima, ojos levemente sonrientes. Al pasar frente a nosotros — Hugo, Joaquín, yo, que contemplábamos su paso desde la puerta del café—, el hombre de pronto alzó a cara, en rápido gesto, y levantó la mano derecha, en un vivísimo saludo que subrayó con una sonrisa ahora francamente ancha. “¡Pepe!”, dijo en voz clara. Luego cruzó sus brazos sobre el pecho, apretándolos como señal de amistoso abrazo. Volvió a alzar la mano derecha, agitándola, y como la comitiva seguía la marcha, todavía volteó el rostro con los ojos amistosamente guiñados, mirando hacia la terraza de ésta nuestra casa de piedra gris y teja roja, rara mezcla de estilo Tudor y gótico florido. Yo avancé hacia el filo de la cera para inquirir sobre el objeto del saludo…

Desde ese día, creo, aunque con ello contraríe la opinión del jefe Pagés en su oportunidad tan tajante, que esta calle nuestra, donde la vida pasa, nos entristece, nos alegra, nos conturbe, nos levanta, tiene ya personalidad. Y tienen algo de historia buena. Y mucho de dignidad irrenunciable.

*Texto publicado el 30 de junio de 1971 en la Revista Siempre! Número 940.