Hace algunos días fue presentado mi nuevo libro, editado por Miguel Ángel Porrúa, con el provocador título, inspirado en Proust: México 2018: en busca del tiempo perdido…, y quizá del rumbo. Es una expresión de conciencia autocrítica y, a la vez, propositiva. Refleja la ola de inconformidad que llevó a Andrés Manuel López Obrador al triunfo y plantea propuestas concretas que el país requiere. Se analizan tres etapas: ¿de dónde venimos?, ¿dónde estamos? y ¿hacia a dónde vamos?

 

¿De dónde venimos?

Se hace una síntesis de nuestro desarrollo económico, desde la Gran Depresión de 1929, hasta la Gran Recesión de 2008, de la que hoy todavía no salimos totalmente. La idea es extraer lecciones. Durante ese periodo ha habido un gran debate de ideas y políticas entre los “neoliberales” que privilegian la estabilidad financiera, el equilibrio fiscal y la apertura comercial, sustentada en las fuerzas del mercado, versus los “desarrollistas” que privilegian el crecimiento y un Estado que debe impulsar el desarrollo incluyente en concertación con el sector privado. La primera escuela nos hundió en la profunda Gran Depresión entre 1929 y 1932, con una caída del PIB de 25 por ciento. Como respuesta toman las riendas los desarrollistas y producen durante 40 años un crecimiento de 6 por ciento anual, que dura hasta 1972, logrando estabilidad de precios, aumento del salario real, expansión de la clase media y sin crisis. El presidente Echeverría queriendo actualizar el modelo lo “descarrila” mediante políticas populistas y fiscalmente irresponsables; López Portillo despilfarra la riqueza petrolera y detona una crisis mundial de la deuda; Miguel de la Madrid, conduce un proceso indispensable de ajuste financiero e inicia reformas de fondo; Salinas inicia una segunda etapa neoliberal. Aparte de profundizar las reformas, con su dogmática liberalización bancaria y la orgía de crédito que conlleva, provoca otra gran crisis bancaria, la de 1994, que cuesta 20 por ciento del PIB; Zedillo tiene que realizar otro ajuste ortodoxo y endereza las cosas. A partir del año 2000, hasta 2018, los neoliberales generan una etapa, sí con estabilidad financiera, pero con crecimiento mediocre de 2 por ciento, que llamo del “estancamiento estabilizador”. ¡En el registro histórico, los neoliberales son responsables de tras grandes crisis: 1929, 1994 y 2008; los desarrollistas, 40 años de crecimiento con 6 por ciento, sin crisis; y el episodio populista, las crisis de 1976 y 1892! ¡El modelo desarrollista es plenamente actualizable y es aplicado por los países emergentes exitosos!

¿Dónde estamos?

Mundialmente es un cambio de época, llamado “el fin de lo normal”. El creador del orden mundial de la posguerra, Estados Unidos, lo está destruyendo en sus tres pilares básicos: el libre movimiento de bienes, con proteccionismo y guerras comerciales; de personas, con creación de muros; de capitales, con atrincheramiento doméstico. El liberalismo genera la Gran Recesión de 2008 y una explosión de la desigualdad, lo cual produce movimientos antisistémicos suicidas: la elección de Trump, el brexit, el separatismo catalán, el populismo italiano. Premios nobeles han decretado el “acta de defunción del neoliberalismo”.

México tiene ahora un sistema de partidos políticos desprestigiados, con coaliciones “contra natura”, nepotismo y transfuguismo descarados; la “gangrena” de la corrupción que permea todo el sistema; violencia extrema y el Estado que se vuelve casi fallido por la pérdida de control de parte del territorio. En lo social: uno de los países de mayor desigualdad, el 10 por ciento más rico posee dos terceras partes del ingreso, y la mitad de la población en pobreza. En lo económico, clarooscuros. Se pondera la estabilidad macroeconómica, pero la deuda subió de 33 por ciento del PIB a 50 por ciento en 3 años; despilfarramos los yacimientos de Cantarell y el elevado precio del petróleo de 100 dólares en gasto corriente; llevamos 5 años de crecimiento negativo en la inversión pública y, sobre todo, 18 años de crecimiento mediocre de 2 por ciento. Es decir, nos aferramos a un neoliberalismo con resultados mediocres ya rechazado en buena parte del mundo.

En la campaña se debatieron dos visiones: una, la de “más de lo mismo” y de la “continuidad”. Ante ella, un oleaje antisistémico que lleva al triunfo a un movimiento social que desea un verdadero cambio, aunque todavía no bien definido.

¿Hacia dónde vamos?

Recuperar el tiempo y el rumbo perdido. Aquí está la esencia del libro. En alguna medida, la campaña se convirtió en un concurso de “recetarios” asistenciales y clientelares para ganar votos. Pero falta la gran transformación, sustentada en una idea central, que permee todo y logre una gran motivación nacional, consensada, que alinee todas las acciones y los instrumentos públicos y privados.

Este objetivo debe ser acelerar el crecimiento económico a niveles de 4 a 6 por ciento anual. Un ejemplo fue Japón, que en 1961 iba recuperándose de la guerra, todavía dependiente de los americanos. El primer ministro Ikeda fija como única meta nacional para Japón duplicar el ingreso nacional en 10 años, lo cual implicó 7 por ciento de crecimiento. Ello aporta dos lecciones para nosotros: la necesidad de definir un plan estratégico para lograrlo, la creación de una oficina de planeación en la Presidencia, para darle seguimiento, y un consejo consultivo con el sector privado, para intercambiar compromisos y acciones. El modelo es muy sencillo. El crecimiento supone que la inversión pública aumente, particularmente en infraestructura; esta multiplica la inversión privada y apoya el desarrollo regional. Siguiente paso: hay que acomodarla en el presupuesto, ¿cómo?, reducir el brutal dispendio en gasto corriente, que puede recortarse, comprimiendo la estructura del Estado, eliminando programas de pobreza sin resultados, y una verdadera reforma fiscal que gaste lo suficiente y recaude lo necesario. Siguiente elemento: aumentar la producción a través de una política industrial y tecnológica moderna, apoyada por la política comercial exterior, impulsando sectores motores, cadenas productivas, no solo “hacia afuera”, sino “hacia adentro” con uso del mercado interno, mejorando deliberadamente la estructura industrial. Ello implica, como siguiente paso, articular, mediante políticas, el financiamiento de la banca pública y la privada hacia la producción. Ello significa transformar los bancos del subdesarrollo en policy banks que apoyen programas sectoriales, proyectos detonadores con suficientes recursos, y una banca privada que ahora está a la deriva, generando grandes ganancias con crédito al consumo, para que apoye el crecimiento de la producción. Hecho esto, se requiere no solo crecer, sino distribuir. Distribución sin crecimiento es repartir miseria; crecer corrigiendo desigualdad y pobreza, genera más crecimiento. La desigualdad es un obstáculo al crecimiento; la pobreza es una reserva que de aprovecharla nos permite crecer más. Ello requiere una política social de envergadura, no de “aspirinas”: un sistema de salud universal, haciendo converger los sistemas IMSS e ISSSTE; una reforma de pensiones, educación de calidad, con atención a la formación técnica y, sí, un buen programa de jóvenes.

¡Este gran objetivo sencillo: crecer-crecer-crecer, con inclusión social, debe servir para integrar una gran alianza nacional con participación de todos los actores!

Exembajador de México en Canadá

@suarezdavila