Por Guillermo Fajardo

 

[su_dropcap style=”flat” size=”5″]D[/su_dropcap]avid Guerrero Guevara iba a ser, dicen, un gran pintor. Desde pequeño había demostrado aptitudes grandiosas para trasladar hasta el lienzo lo que su imaginación, intuición y talento le sugerían. El 6 de abril de 1987 salió de su casa y no se le ha vuelto a ver. Iba a ir, dicen, a ver una exposición que había colgado un cuadro suyo. Entre su casa y la parada de autobús que lo llevaría hasta allí había 150 metros. Su rastro se esfuma. Las desapariciones de personas sugieren un espacio de muerte perpetuo, pues desaparecer sugiere un exterminio vital que solo la memoria es capaz de renovar. Para las familias, en casos como el de David, muerte y vida se confunden porque la serie de apariciones de los desaparecidos, a lo largo de los años, sugiere que pisan el umbral de un inconsciente colectivo que los ve en todos lados.

Las desapariciones, en un mundo lleno de tecnología en donde la vigilancia aparece retratada como otra forma de paranoia, resultan más extrañas porque la vista ya no implica ver, sino acaso elucubrar. ¿Es posible desaparecer en un lugar lleno de personas? Al parecer sí. El caso de David Shaffer, un estudiante de medicina que desapareció en un bar en 2006 en Columbus, Ohio, confirma que los seres humanos solamente advertimos pedazos mínimos de nuestro entorno que acaso no nos pertenece hasta que advertimos en él. La policía, después de ver cientos de horas de video del bar y de los alrededores, no consiguió encontrar ni una pista del estudiante. Se le ve entrando al lugar, pero no saliendo. Su cuerpo no ha sido encontrado. La fascinación de escritores o periodistas alrededor de este tipo de casos captura la imaginación, pues la serie de eventos que confirman el misterio genera historias y teorías para llenar los huecos que se nos escapan.

Desaparecer es también una especie de acto que resulta especialmente difícil en nuestro mundo contemporáneo: con radares, cámaras, teléfonos celulares, personas, instituciones y un orgullo científico bastante extendido para entender el mundo, aquellos que se van sin dejar rastro ocupan un lugar primordial en la experiencia epistemológica por saberlo todo. Esfumarse sin rastro alguno nos lleva a imaginar secuestros y abducciones por parte de familiares o desconocidos que después aparecen bajo mortajas de muerte. Etan Patz, de 6 años, desapareció en Nueva York en 1979. No fue sino hasta 2012 cuando Pedro Hernández, que atendía un local cerca de donde Patz desapareció, reveló que él había sido responsable de la muerte del niño. Según testigos, Hernández ya lo había confesado en los años ochenta frente a un nutrido grupo de personas pertenecientes a una iglesia. ¿Por qué nadie dijo nada? Estar desaparecido también implica el silencio de los demás. Conjeturar en casos así resulta paradójico: siempre hay un dejo de duda, no tanto por la falta de evidencia sino por un exceso en la imaginación social. Internet genera conspiraciones a velocidad relámpago, la policía recibe llamadas anónimas que juran haber visto a los desaparecidos. Se les ve en centros comerciales, en carreteras, en hospitales. Su omnipresencia choca con su ausencia. Convocan organizaciones, personas y dinero porque nadie puede creer que un cuerpo vivo desaparezca sin rastro. De niños, la magia nos asombra porque creemos que lo que se nos presenta es real. La autoridad de los adultos nos confirma ese estado original de fascinación, en donde el mago que desaparece un conejo nos lleva al asombro como una forma de descubrimiento. A los niños la magia les atrae por su capacidad para imaginar; a los adultos por su capacidad para razonar las formas y la técnica del mago. La primera actitud viene de la insaciable admiración por el mundo; la segunda de un sincero asombro por la disciplina, la razón y su técnica.

Con los desaparecidos sucede lo contrario. No parece haber razón ni técnica. Simplemente se van. Algunos serán encontrados. Otros no. Saber qué sucedió es, en algunos casos, la mejor solución al enigma. Encontrar el cuerpo. Intentar reconstruir los últimos instantes. Saber qué pasó es, pues, una especie de adiós macabro que penetra en los que se quedan. A veces el mayor consuelo no es encontrarlos vivos sino cerrar la brecha de la imaginación para pasarla al reino de los hechos. Imaginar qué hubiera sido si todavía estuviesen entre nosotros es la única despedida que les queda.

Es falsa, pero alguna vez fue posible.