A tres meses y once días (desde el 8 de abril) de que se iniciaron en Nicaragua las protestas populares en contra del gobierno del presidente “sandinista” Daniel Ortega y de su esposa, Rosario Murillo, la vicepresidenta, la pareja se aferra al poder por la fuerza de las armas y la represión: casi 400 muertos, más de 2000 heridos, aproximadamente 400 detenidos –en su mayoría todos jóvenes y estudiantes–, según informes de organizaciones de derechos humanos y de la prensa internacional. Como momento crítico, el martes 17 de julio, los paramilitares de Ortega embistieron con toda su fuerza contra Monimbó, el último reducto rebelde de la emblemática Masaya que le diera la victoria al Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) hace exactamente 39 años.

Por desgracia, la revolución sandinista –a semejanza del levantamiento guerrillero de Sierra Maestra, en Cuba, en el último lustro de la década de los años 50 del siglo XX, derrocó a la dictadura de Fulgencio Batista–, que logró echar abajo la autocracia rapaz de la familia Somoza en Nicaragua se ha convertido en una criminal tiranía.

Decir a los nicaragüenses que “conozcan mejores días” es una ofensa. La situación nacional se ha complicado tanto que nadie puede asegurar como será el derrotero de este país centroamericano en las próximas semanas, meses, años. Por muchas partes se empieza a murmurar la temida “guerra civil”. Cuando un “gobierno” de izquierda, o de derecha, o donde se encuadre, ordena disparar a manifestantes civiles y desarmados, el porvenir no es presumiblemente halagüeño. Véase el terrible caso de Venezuela.

Peor aún cuando antiguos aliados y amigos deciden apartarse del que manda porque éste aprovecha hacerse rico a costillas del erario público. Así sucede en Nicaragua. Los viejos compañeros de lucha se avergüenzan de los noveles tiranos. El poeta y sacerdote Ernesto Cardenal, que fue secretario de Cultura con el primer gobierno de Ortega rompió con el sandinismo y criticó a sus líderes por haberse enriquecido y por traicionar los ideales de la revolución a la que había dado su apoyo desde la Iglesia de la Liberación.

El renombrado escritor Sergio Ramírez Mercado, que fue vicepresidente del país de 1985 a 1990, desde hace tiempo hizo lo propio. Se alejó de Ortega, incluso es uno de sus más inflexibles críticos. Cardenal y Ramírez son la expresión de miles de nicaragüenses, originalmente partidarios de la revolución, que hoy sufren la ira represiva del gobierno corrupto que ha conducido al país al borde de la guerra civil.

Al paso de los años Daniel Ortega se transformó, para mal. Sobre todo cuando se reeligió el domingo 6 de noviembre de 2016. En el momento en que se convirtió en el primer jefe de Estado de Nicaragua con cuatro mandatos a su espalda, ahora con su mujer, la maquiavélica vicepresidenta Rosario Murillo Zambrano, a quien los manifestantes caricaturizan en los carteles de protesta pintándola como una “vampira”, con los colmillos chorreando gotas de sangre, y, a su vera, el “vampiro” Daniel, con sendos colmillos ensangrentados.

En los comicios de 2016, el septuagenario Ortega arrolló a sus cinco contrincantes, entre ellos al ex dirigente de la “Contra”, Maximino Rodríguez. Las elecciones fueron cuestionadas tanto por la ausencia del principal bloque opositor como de observadores de la Organización de Estados Americanos (OEA) y de la Unión Europea (EU), instituciones que también cuestionaron el proceso electoral nicaragüense de 2011. Pese a todo, Ortega afirmó su triunfo en medio de fuertes críticas de muchos sectores, que consideraron y siguen considerando que el antiguo guerrillero sandinista no sólo pretende instaurar un régimen de partido único en la nación centroamericana, sino una “nueva dinastía”, 37 años después de que derrocara otra, la de la familia Somoza.

Para convencer a los electores nicaragüenses, Daniel Ortega se presentó como un dirigente pragmático y moderado, “aliado” de la clase privada local y de prominentes empresarios centroamericanos, así como de un sector de la Iglesia Católica y evangélica, muy diferentes al juvenil comandante guerrillero y marxista de la década de 1980.

Muy parecido al desempeño de Fidel Castro a la cabeza de Cuba, en todos los sentidos, hasta que la enfermedad lo retiró de la escena política, el nicaragüense tiene más de la mitad de su vida (La Libertad, 11-11-1945) como líder indiscutible del FSLN, partido del que ha sido el único candidato presidencial en los comicios de 1984, 1990, 1996, 2001, 2006, 2011 y 2016. Fue uno de los nueve comandantes de la revolución Sandinista y, tras derrocar por las armas el 19 de julio de 1979 a la dictadura de Anastasio Somoza Debayle, que había sido reelegido en 1974, fue coordinador de la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional y presidente del país de 1985 a 1990 para, 15 años más tarde, volver al poder, esta vez por las urnas, repetir en 2011 y buenamente en 2016. Desde el 22 de julio de 1991 ha sido Secretario General del FSLN. ¡Uf! Esto sí es una “democracia dirigida”.

El otrora guerrillero marxista se presentó en el último proceso electoral nicaragüense como un mandatario que puede mantener al mismo tiempo relaciones tanto con Irán, Rusia, Cuba, China como con Estados Unidos y Taiwán. Y, lo más sobresaliente del caso, su principal aliado y benefactor fue el fallecido presidente de Venezuela, Hugo Rafael Chávez Frías, y ahora su sucesor, Nicolás Maduro Moros, que dentro de la magnanimidad bolivariana que ha llevado a la ruina a su país, han otorgado a Nicaragua, desde 2007 alrededor de 4, 659.7 millones de dólares, que Ortega administra al margen de la ley del presupuesto nacional a través de una empresa privada ligada a su partido político.

Muchas generaciones de nicaragüenses se han acostumbrado a la presencia de Ortega y señora. En tal circunstancia, así como lo han vivido generaciones de cubanos (cuya vida solo ha sido dirigida por el apellido Castro, todavía hasta la fecha), la sociedad nica forma parte de la Nicaragua complaciente que aceptó el desmantelamiento de las instituciones a cambio de un modesto bienestar económico que convirtió al segundo país más pobre de Centroamérica en la tercera economía de “mayor crecimiento en el continente” según las previsiones que hizo para este 2018 el Banco Mundial. Hasta hace no mucho tiempo lo elogiaba el Fondo Monetario Internacional (FMI), aumentaba el turismo, las exportaciones y la inversión extranjera. Se decía que era el país más seguro de Centroamérica, hasta el narcotráfico pasaba de largo respetando pactos que se mantenían ocultos, los salvadoreños pedían asilo político en sus fronteras. Y la figura del comandante sandinista revolucionario convertido en dictador era tolerada, “hasta la Iglesia miraba para otro lado”.

De tal suerte, la represión del presidente Ortega en todo Nicaragua no frena a miles de manifestantes opositores. Y la Iglesia Católica niega las acusaciones de “golpistas” que les echó en cara en días pasados. Es más, no sólo dijo que eran “golpistas”, sino cómplices junto con fuerzas internas y externas, de intentar derrocarlo. Durante un discurso ante miles de sandinistas en una plaza de Managua, el mandatario denunció que muchos templos fueron ocupados como cuarteles para guardar municiones y salir a atacar y asesinar (sic), en el marco de la crisis sociopolítica que atraviesa Nicaragua desde el 18 de abril pasado.

La Conferencia Episcopal, mediadora y testigo del diálogo nacional, propuso al presidente Ortega adelantar las elecciones generales para el 31 de marzo de 2019 sin posibilidades de reelección para superar la crisis, Ortega reveló que cuando los obispos le hicieron esta propuesta, el 7 de junio pasado, se “sorprendió” y cuando recibió el documento, que además de adelantar las elecciones planea la reestructuración del Estado, se dijo a sí mismo; “están comprometidos con los golpistas”. Frente a miles de nicaragüenses que se congregaron en la Plaza de la Fe, Juan Pablo II, una explanada ubicada a orillas del Lago de Managua, en conmemoración del 39 aniversario de la revolución sandinista.

El hecho es que países extranjeros y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la Oficina del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos han responsabilizado al gobierno de Ortega de graves violaciones a los derechos humanos en el marco de la actual crisis, que ya ha dejado casi 400 muertos. ¿Qué sucederá en los próximos días? Nadie lo sabe. Pobre Nicaragua. VALE.