José Stalin, el líder comunista soviético que envió a la muerte a millones de personas en los Gulags y en otras partes, tuvo el cinismo de decir que “una muerte es una tragedia, cien mil muertes es sólo estadística”, y lo peor es que a últimas fechas hay muchos ciudadanos rusos que todavía le profesan veneración. Así es el ser humano. Por otra parte, el poeta chileno que universalizó su seudónimo, Pablo Neruda, en su Poema 20, escribió “Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”. Y, Sergio Ramírez, el Premio Cervantes originario de Nicaragua, tituló su autobiografía Adiós muchachos, refiriéndose a “Los muchachos”, el grupo de jóvenes nicaragüenses que en 1978  se rebelaron en contra del dictador Anastasio Somoza Debayle. De  fondo, el galardonado escritor dijo que al paso del tiempo algunos “libertadores” se convierten en otros dictadores, como lo hace Daniel Ortega, el jefe sandinista, que ahora masacra a su pueblo. Ya van 365 muertos, y aproximadamente mil quinientos heridos. La tragedia empieza a hacerse estadística.

La peor crisis política que ha vivido el pobre país centroamericano desde 1990 se encamina a varios centenares de víctimas mortales en los principales centros urbanos. El régimen de los Ortega —encabezado por la “pareja infernal” como le llaman en todas partes: Daniel Ortega y su esposa, Rosario Murillo, presidente y vicepresidenta respectivamente—, se niega a atender las demandas de la población y actúa como una verdadera dictadura, a veces peor que la de los Somoza.

Desde el 18 de abril pasado las manifestaciones populares, especialmente las estudiantiles, han marchado por las calles nicaragüenses exigiendo no solo el adelanto de las elecciones sino la renuncia de las dupla presidencial, lo que demuestra palpablemente la fractura social que ha provocado la pésima gestión del otrora respetado líder del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), Daniel Ortega y su causa, el derrocamiento del sanguinario Anastasio Somoza, el último eslabón de la dictadura que explotó Nicaragua desde la década de los veinte del siglo pasado. El paro nacional ya no es sorpresa.

Aquellos tiempos ya pasaron —“Nosotros, los de entonces ya no somos los mismos”, versificó el chileno—, “los muchachos” como cariñosamente los llamaba el pueblo porque los veían con idealismo, generosidad y popularidad, ahora quieren ser la copia brutal y dura de los Somoza. Ortega quiere remedar a los dictadores que combatió, sin percatarse que los “muchachos” de ahora le exigen responsabilidades por el asesinato de más de 360 personas que perdieron la vida a manos de los paramilitares que apoyan al gobierno. En un solo día, Nicaragua ha sufrido más de una veintena de muertes violentas en “tiempos de paz”.

Ni medio siglo ha transcurrido, en 1979, los sandinistas tomaron el poder en Nicaragua. Su victoria fue festejada en todo el planeta. Parecía que todo caminaba sobre ruedas, pero el sueño terminó. El FSLN ganó el poder, lo perdieron y lo volvieron a ganar. Entonces empezó la pesadilla.

El propio Sergio Ramírez, que llegó a ser vicepresidente de la nueva Nicaragua y después se separó de Ortega cuando éste sufrió la locura del poder, dice: “Daniel ejerce una democracia encapuchada”, muy parecida al régimen de Venezuela que recurre a la idea que su ideología, su presunta militancia social, la hace inmune a la crítica y justifica cualquier acciones en nombre de una defensa que se parece sospechosamente a aquella que atacaban como guerrilleros sandinistas.

Los “muchachos” han cambiado. El gobierno sandinista dirigido por el antiguo guerrillero parece haberse convertido en un asunto familiar, con Daniel otra vez en la presidencia (desde hace once años) y su poderosa esposa, Rosario Murillo, en la vicepresidencia. La “real” pareja usufructúa un país que hasta hace no mucho tiempo  todavía se presentaba como modelo de estabilidad y desarrollo en Centroamérica, pero que ahora los analistas internacionales clasifican como un país fragmentado y polarizado, con un “futuro” impredecible.

Ortega se equipara a Nicolás Maduro, ambos son responsables de la represión que mantienen en sus respectivos países. En algún momento ambos tendrán que  rendir cuentas, ante sus “gobernados” y la comunidad internacional. Sea ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos —que exige abrir los procesos judiciales correspondientes—, o incluso que la Organización de Estados Americanos (OEA), cuyo  (des)prestigio no ayuda a resolver el problema, active la Carta Democrática que posibilita la suspensión de Nicaragua como miembro de pleno derecho en el organismo interamericano.

Mientras son peras o manzanas, el caduco sandinista y su mancuerna —Daniel y Rosario—, no pueden pretender echar sobre otros hombros lo que ha ocurrido y puede suceder en los próximos días en Nicaragua. El curso de los acontecimientos depende exclusivamente de lo que decida tan singular yunta. De acuerdo a como se presenta el descontento  popular, no sería nada extraño que Daniel y Rosario trataran de refugiarse en Cuba, donde todavía el régimen castrista tiene el mando, Raúl Castro las puede. Si la situación se desborda en Nicaragua, y los Ortega no actúan rápido, podría repetirse el caso de la célebre pareja italiana de Benito Mussolini y Clara Petacci, en 1945, cuando fueron capturados y fusilados. El recuerdo de lo sucedido en Giuliano, Azzaro, Italia, está presente.  Los tiempos han cambiado, pero nada se puede descartar.

La situación en Nicaragua es tan inestable, que el viernes 13 de julio, Daniel Ortega no pudo concluir, por primera vez en su vida, la marcha que conmemora el “repliegue táctico” de los sandinistas, decisión que precipitó, hace 39 años,  la caída del dictador Anastasio Somoza.

Dicen que el miedo no anda en burro, y Ortega —acusado por una gran mayoría de nicaragüenses de reprimir brutalmente a la población sin importar ni edad, ni sexo, a semejanza de lo que disponía Somoza—, decidió culminar la tradicional marcha sandinista en una delegación de policía de Masaya (histórico bastión del FSLN), donde se fotografió acompañado con policías y paramilitares, y no adentrarse en la comunidad indígena de Monimbó, luego que los habitantes del lugar advirtieron dos días antes que “no iban a permitir el paso de Ortega y su comitiva”, poniendo en claro que ese era un “territorio libre de dictadores”. Con buena cabeza, el antiguo sandinista decidió: “hasta aquí llego”.

No era para menos. Esta es la primera vez, desde 1980, que el jefe sandinista no llega hasta la comunidad indígena de Monimbó, en Masaya, donde los pobladores se mantienen atrincherados en barricadas. Ortega sabe como se las gastan ahí. Lamentó no poder cumplir su propósito y dijo: “No he podido llegar hasta el final por culpa de un grupo de nicaragüenses que llevan dentro del veneno del odio, y que no ponen en práctica el principio cristiano de amar a tu prójimo como a ti mismo”.

Al respecto, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), denunció, una vez más, al gobierno de Ortega de “asesinatos, ejecuciones extrajudiciales, malos tratos, posibles actos de tortura y detenciones arbitrarias cometidos en contra de la población mayoritariamente joven del país”.

Lo cierto es que en Nicaragua nadie se salva de la represión, ni los jóvenes, ni los viejos, ni mujeres, ni hombres, ni periodistas, “tampoco los sacerdotes”, dice el obispos auxiliar de Managua, Silvio Báez, que resultó herido en un ataque de simpatizantes de Ortega en la catedral de Diriamba, durante una reunión religiosa en la que también se atacó al cardenal Leopoldo Brenes y al nuncio papal Waldemar Sommertag. Ataque inesperado, algo nunca visto en el país.

Los religiosos acudieron a Diriamba a rescatar sacerdotes y civiles sitiados por paramilitares sandinistas.       De tal suerte, Silvio Báez rechazó las teorías oficialistas que atribuyen la crisis nicaragüense a un complot externo o a una confabulación de la “derecha” para desestabilizar el gobierno de Ortega, que estuvo en el poder por primer vez de 1985 a 1990, lo recuperó en 2007 y fue reelegido en 2011 y 2016.

El obispo Báez sentencia: “En Nicaragua hay un Estado armado que aplica una política de terror contra un pueblo desarmado…Daniel Ortega es un hombre sediento de dinero y hambriento de poder, que no conoce más lenguaje que el de la conspiración., del cinismo y desgraciadamente la violencia…Aquí se sumó una tradición histórica del poder ejercido como patrimonio personal, fraudes electorales y caudillismo mesiánico”. No obstante, el prelado aboga por el diálogo y el camino pacífico, aunque admite que la situación parece ser cada día más grave por la cerrazón de Ortega, y no se vislumbran soluciones a corto plazo.

Negros nubarrones para Nicaragua. VALE.