Pequeños pies duros

 

Por Javier Fernández

 

[su_dropcap style=”flat” size=”5″]V[/su_dropcap]i la semifinal Francia-Bélgica gracias al televisor de un vecino, tumbado en un balcón con vista al mar. “Vi” es un decir. “Vecino”, otro. Del balcón de mi chalet al balcón del condómino más cercano hay, ¿qué te gusta?, dieciséis, dieciocho metros. Aunque lo identifico, y él a mí, jamás hemos cruzado palabra. Acaso una mano en lo alto, un batir de cejas de una acera a la otra, desde un balcón al otro. Se llama o se apellida Langston: el administrador del residencial se refiere a él como Señor Langston. Hace un par de noches, en la duermevela, escuché que alguien le llamaba “Coronel Langston”, aunque no puedo asegurarlo. Navy retirado, sé que ha invertido en gasolineras de la ciudad, y renta su chalet a buen precio hasta por once meses, periodo en el que permanece en Sausalito, California. En verano viene a ocupar su propiedad de El Sauzal, en el extrarradio de Ensenada, con un par de amigos recurrentes para la temporada de pesca. Amigos recurrentes, o hermanos. Serán primos, yo qué sé. Salen al amanecer rumbo al muelle, donde dormita una Fairline Targa nombrada Freckles vaya usted a saber por quién. Se enfilan un par de millas Pacífico adentro –puedo adivinar que Langston timonea a Freckles con un estable ronroneo a cierta velocidad, en línea recta, dejando que el agua la nalguee–, hasta el meandro señalado con boyas, donde anclan, beben, zanganean, y al mediodía extraen corvina, pargo, algún dorado. No sé qué demonios harán el resto del día. Vuelven ya noche.

Este martes no salieron a pescar. Optaron por quedarse y ver el partido: asomaron al balcón e instalaron un televisor de 24”, a volumen quedo. De entrada los maldije, pues no pensaba ver el juego, decepcionado del mundial. Perdí el hilo con el pasón que Bélgica embutió a Túnez, seguido de una paliza inglesa a mi querida Panamá. Qué maldito afán de FIFA, inscribir en el mismo torneo a contendientes de distinta liga. Apenas sonó la Marsellesa se los agradecí, acomodándome en un catre. Langston y sus compinches ocuparon sillas de plástico que me tapaban la pantalla, y aunque por un momento titubeé en alzar la voz, saludar a distancia y pedir que recorrieran un poco las sillas, me pareció una opción ridícula, así que transcurrió la primera semifinal de Rusia 2018 sin que pudiera ver, menos oír. En fugaces intervalos de silencio capté al relator de Telemundo nombrar cien veces a Kanté, otro tanto a Matuidi, también a Hazard. Un comentarista chileno hace énfasis en que el apellido del belga se traduce como riesgo, peligro. La anotación es válida.

Y son fugaces los intervalos de silencio porque el balcón, que como dije, tiene vista al mar, en realidad encara un baldío de grandes dimensiones, un tramo de la carretera escénica Tijuana-Ensenada y, superándola, el hangar de un viejo astillero. Tras el astillero tirita el mar, como detalle secundario, malogrado por el resollar de los motores y una peste del demonio que se agudiza en el verano. El astillero colinda con un vasto complejo de hangares donde los buques pesqueros depositan su carga hedionda. Abrir el balcón es dar paso a ráfagas de basura orgánica, llanta escaldada, potente olor a lechuga hervida y pescado en descomposición. Un tufo señorial, a ratos insoportable, al que me acostumbré. Langston y sus invitados sobrellevaban la peste con alcohol. A cien metros de ambos balcones, las gaviotas rondaban los cargueros y las zonas de barrido, berreando todo el santo día, agrupadas, ágiles y estúpidas en los techos, postes y casetas, con especial pasión por el carril de acotamiento de la carretera –media docena es arrollada a diario– y el patio del astillero, dónde esparcían la inmundicia, atentas a que la panza atiborrada de los cargueros expulse un premio o los peones desatiendan un contenedor.

De pronto, no tengo idea cómo, cayó el gol. Alcanzo a ver la repetición: ¿un cabezazo? Parece un cabezazo, y parece ser francés. En cámara lenta forcejean un jugador azul y dos rojos. Los azules se abrazan. Langston se incorpora y festeja con sus amigos o hermanos o primos. Ah caray, no están solos: del interior del chalet emerge un puño de jovencitas que amplían la fiesta, hacen preguntas mirando la pantalla y rellenan los vasos. Una de ellas, al girar, me tira una ojeada. Lleva el uniforme de las Rendichicas.