Si el premio Nobel de literatura fuera algo serio, sin duda uno de los premiados hubiera sido el dramaturgo y cineasta Ingmar Bergman, nacido en julio de 1918. Una letra de canción puede ser una obra artística e innovadora. ¿Por qué no entonces un guión cinematográfico o una obra teatral? Los guiones de indiscutibles artistas del cine, como Buñuel, Fellini, Pasolini, Tarkovsky o Visconti pueden leerse incluso sin haber visto las películas, como cuando leemos una obra de teatro sin haber visto la representación. Jean-Paul Sartre realizó guiones de cine (La suerte está echada y El engranaje), que leemos independientemente de si se hicieron o no películas a partir de ellos. La operación inversa es también válida: ver primero la película y luego leer el guion. Eso es lo que, en lo personal, he hecho con varias obras de Bergman, Buñuel y Fellini, cuyos guiones funcionan por sí mismos como obras literarias.

El caso de Bergman es excepcional por muchas razones, y no sólo por la literariedad y enorme calidad de sus películas y puestas en escena (recordemos la que hizo, por ejemplo, de La flauta mágica). Al igual que Dostoievsky, Stendhal o Strindberg, Ingmar Bergman fue uno de los grandes sicólogos, un creador de personajes y situaciones límites, un maestro de la tensión sicológica y del diálogo inteligente, un conocedor profundo del ser humano, de su condición física y metafísica. Como creador de personajes entrañables, complejos, difíciles de definir, a Bergman no puede aplicársele ningún esquema fácil. Fue un artista que siempre huyó del lugar común y se internó como nadie en el alma para narrar y describir la ambigüedad moral, la muerte, la traición, la mentira y el engaño, la crisis matrimonial o de pareja, la violencia, el debate de la existencia o inexistencia de dios, la angustia, la soledad, el sueño, la depresión, el terror, la otredad, la condición femenina, el silencio y la incomunicación, la vanidad y el orgullo, las relaciones conflictivas entre familiares cercanos o amigos en un ámbito intimista y, sobre todo, la humillación, tal vez el nudo conflictivo más intenso ya trazado con maestría en Noche de circo (1953), un clásico del cine de arte, a pesar de su fracaso inicial.

Tal vez lo más valioso en la mayoría de las películas de Bergman sea la tensión sicológica y la introspección. En El séptimo sello (1956), ambientada en la Edad Media, el autor estaba tan compenetrado en el asunto religioso y el conflicto entre vida y muerte, que pasó por alto que sus personajes medievales tienen, todos, perfectas dentaduras, fenómeno prácticamente imposible en un adulto medieval, época sin dentistas, pero con pestes y enfermedades de la piel. Este detalle que vuelve algo inverosímiles las presencias carnales resulta insignificante por la intensidad y profundidad de la narración. Hubiera podido ambientar la obra en otra época, pero se obsesionó por una pintura de Albertus (siglo XV), que vio en la iglesia de Täby, en Uppland (Suecia), donde aparece la muerte jugando ajedrez. En el resto de sus películas, hay cuidado de cada detalle. Parafraseando a Tarkovsky, Bergman también hizo esculturas en el tiempo, montadas en anécdotas complejas que jamás son ni tontas ni maniqueas. Forma y fondo son impecables.

Sería imposible referirme tan sólo a sus cintas más importantes. La trilogía sobre el silencio de dios, así como Fresas salvajes, Persona y La hora del lobo, son claves y allí aparecen todas sus obsesiones. En Persona (“máscara”) se descubre no sólo la traición contra la confianza y la intimidad, sino que la misma cinta sufre una deliberada descompostura y al final aparece la cámara que filmó todo: se devela el engaño, se descubre la máscara. En la que tal vez sea su obra maestra, Gritos y susurros, nos adentramos en las relaciones entre tres hermanas. Allí, casi cada segundo de cada escena es un cuadro de gran plasticidad gracias al arte fotográfico de Sven Nykvist. Muy distinta es De la vida de las marionetas, versión sicoanalítica, existencialista y, a mi juicio, muy superada, de la clásica Psicosis, de Hitchcock. En ambos casos, el protagonista es un sicópata, pero en Bergman hay una indagación detectivesca en su interioridad. Sonata de otoño, Después del ensayo, Escenas de un matrimonio (las dos versiones), La pasión, Vergüenza, Cara a cara, Fanny y Alexander… son otras tantas obras maestras. Se dice fácil: “obras maestras”. A un solo director puede costarle la vida entera hacer una después de decenas de intentos, pero Bergman se movía como pez en el agua: lo natural en este autor era producirlas.