Siempre es válido reinventar el ayer, o vislumbrarlo con la mirada sensible que, por supuesto, no es la misma, porque las fechas —inquietantes gotas que se van desecando y, en momentos, se congelan— se vuelven inasibles y terminan en la indiferencia. Volver la vista hacia atrás conlleva el desafío de asumir la bíblica sentencia de tornarse estatua de sal; aunque siempre es importante enfrentar los riesgos, porque después de todo, observar el pasado significa volver al vacío. O reordenarlo y completarlo de otra manera. En lo personal, recuerdo, por ejemplo, que de pequeño guardaba los poemas que provenían de las hojas desprendibles de los calendarios que mi padre obsequiaba cada fin de año; tal vez ahí desarrollé el gusto por la poesía lírica y me nació el impulso por integrar antologías temáticas.

En cierto modo descubrí que lenguaje y poesía, magia y religión, mito y conocimiento están íntimamente amalgamados. Supe también que la Palabra, asociada con la fábula y la parábola —en griego está unida con el mito (mytho, además de indicar la leyenda, significaba “palabra” y mythévoo o mythéomai, hacer mito)—, designaba normalmente hablar, conversar, contar e incluso predecir, independientemente de que el verbo decir (del latín, dicere, mostrar o indicar) está relacionado con la lengua de la religión y del derecho (de él vienen índice, dedicar, abdicar, predicar). Por ende, hablarle ha sido dado al hombre —según Talleyrand— para que pueda ocultar el pensamiento”; aunque en opinión de Kierkegaard, a menudo las personas se sirven del lenguaje “para ocultar que carecen de pensamiento”.

Hablar, según el ideograma chino hanyu [palabra, hua], expresa lo que se desvanece en el aire, o bien humo de la boca. Para Fernando de Herrera, el Divino, la Palabra (soplo sonoro, “aire herido”), transmite amor, odio, fuego sagrado. Conviene recordar que hablar, proviene del verbo latino fablar, que a su vez viene de fabulari (contar, conversar) y éste deriva de fabula. El fabular latino se relaciona con un verbo más antiguo, fari (hablar) que tiene sus derivaciones de un participio de presente fans (el que habla), de ahí el término infans (el que no habla) por eso el vocablo infante, la criatura que aún no podía hablar, la de pocos años; se vincula con el hijo de nobles (de ahí los Infantes de Lara), los hijos de los reyes (los Infantes de Aragón) y por último se atribuye al soldado de las más modestas armas.

Hay otro participio —indica Ángel Rosenblat, en el Sentido mágico de la palabra (Monte Ávila Edit.)—, fatus, de donde fatum, el hado, que etimológicamente significa lo que ha sido dicho, la predicción y el destino; en realidad el desdichado, terrible, funesto, frente a la bienhechora hada; por eso sus derivados: bienhadado y malhadado y también nefando y fasto, nefasto. Pero en su origen, hablar significaba hacer (si bien en un principio —explica Goethe en el Fausto, al variar la traducción del versículo de San Juan— era la acción, por eso —puesto que reposa en el poder mágico, fáctico— la identidad entre palabra y acción subyace en muchas lenguas antiguas). Robert Graves argumenta que los mitos se basan en la realidad, aunque por la tradición oral nos han llegado modificados. En cambio María Zambrano plantea que las artes, y la poesía, desde luego, abren fisuras en la cotidianidad para tener acceso a “espacios y a dimensiones del tiempo, a un espacio-tiempo, menos divergente de cómo en el vivir cotidiano se encuentran” (Cf. Zambrano, “Apuntes sobre el lenguaje sagrado y las artes”, Obras reunidas: 226).

Condición sustancial del hablar, el silencio se observa como la mayor sabiduría que exalta la virtud y descubre el valor religioso del mismo. Aquí perdura una especie de horror al vacío. La afonía siempre es inquietante y misteriosa. Por lo mismo, me sigue impactando el mutismo que repercute en las palabras, esa sonoridad que termina por llenar vacíos existenciales, espirituales. El terror y la belleza conciliándose en ese territorio luminoso, en ese espacio donde el Silencio termina por demolerte, eternizándose, eternizándote. “Las palabras son como peces abisales que sólo te enseñan un destello de escamas entre las aguas negras”, especifica Rosa Montero. Eso también es el amor. O el dolor por la tierra. La vida implica sufrimiento, padecer la hostilidad del mundo. O contemplar y sentir el ansia, el deseo de estar vivo. El poeta vive intensamente. Puede ofrecerte el Cielo. O el Infierno. Pero, ¿es posible que en pleno siglo XXI aún reflexionemos sobre el sentido sacro de la Poesía?, ¿es válido examinarlo en este ámbito contemporáneo? Testimonio de una experiencia vital —no la simple representación gráfica de un texto—, el poema se erige como la revelación misma de la vida.

Pero lo que realmente es válido es la emoción, ese escalofrío revelador que recorre la columna cuando ya se tiene el poema, o el libro, concretado y los ojos del lector —tú mismo— descorren el velo interior. Inquebrantable espejismo de emociones y locuras, que va eternizándose en esa combinación de sílabas breves y largas, la poesía no es más que la imagen que revela el concepto a través del estremecedor silencio. En un trazo puede condensarse la violencia del mundo, la reverberación cósmica, la contrariedad de la conducta o el gesto contradictorio del ser humano: la existencia revelada, develada, a través de una estructura donde se fusionan técnica y contenido. Es obvio que el aspecto técnico, según Heidegger, no es sólo el adiestramiento, la pericia técnica, sino que involucra experiencia y sabiduría. En estos casos, conviene aprender a utilizar el verso de manera conveniente, a manifestar la combinación de sílabas, a integrar los símiles y metáforas, a pulir las herramientas hasta alcanzar la dimensión estética.

Hay algunos poetas burdos, sí, que aún no alcanzan a vislumbrar el aspecto artístico; aunque el tiempo, y acaso la intuición, los acercará seguramente al punto de equilibrio correcto. Cada poeta responde, desde su particular circunstancia —con la venia de Ortega y Gasset, por supuesto— al reclamo de la Poesía. La realidad es única, inédita siempre. Endeble, ausente de Dios en ocasiones, conjura con certera certeza la dimensión del mundo, con transparente sensibilidad. Por ende, la lectura directa del poema permite conseguir muchas herramientas cognoscitivas, aportará la sensibilidad e inteligencia pertinentes para entender a cabalidad el texto, puesto que el contemplador, el lector mismo, debe abrirse a la obra con una totalidad afectiva.

En virtud de su expresión estética y comunicativa, la poesía constituye un espacio, un territorio donde las palabras y las frases se transforman en conmoción y turbulencia. A través de una representación fonológica, la Poesía exterioriza aquello que la experiencia vital señala como oscuro o misterioso y además enseña a los hombres contemporáneos que la misma realidad, muchas veces caótica y devastadora, “puede ser transformada en pensamiento y fantasía”, como indica Cesare Pavese en El oficio de poeta. Intenso y apasionado, si bien en momentos puede volverse tediosamente perturbador, un curso de Poesía no es la panacea ni el ábretesesamo de los cuentos.

Por su misma naturaleza puede provocar desasosiego en algunos estudiantes, sobre todo cuando empiezan a aparecer los primeros rudimentos de la preceptiva literaria y se vuelve prudente aprender los recursos de estilo, la metodología para analizar textos, etcétera. La poesía no sólo es agitación sensible. También es el ejercicio activo de la inteligencia. Pero el Yo poético es fundamental, pues es a quien el mundo golpea. Reitero: la poesía es la respuesta a esa serie de estímulos (que algunos llaman “inspiración”) y que determina al poema. Ese mismo YO se concibe, de acuerdo con la estética ideológica, en tanto “concepto de lo particular”, que permite singularizar la óptica personal de cada individuo. Por eso, aunque haya diferentes sujetos contemplando la misma escena, siempre hay una mirada íntima, propia. Se agrega la sensibilidad, el desarrollo intelectual, cultural e incluso espiritual del individuo. Y eso se consigue a través de la técnica.