Por Guillermo Fajardo

 

[su_dropcap style=”flat” size=”5″]L[/su_dropcap]a articulación global de la guerra norteamericana, energizada después del 11 de septiembre de 2001, le ha permitido a los Estados Unidos intervenir en conflictos bélicos de orientación geopolítica que terminan extendiéndose indefinidamente. La maquinaria de la guerra encuentra su correlato en el asombro militar que los medios de comunicación norteamericano le proporcionan a su ejército: una combinación de patriotismo ramplón con la más grotesca de las demostraciones de la muerte. Fox News, por ejemplo, no se cansa de presumir arsenales norteamericanos cuya capacidad destructiva genera una narrativa de entretenimiento, lista para el consumo. La guerra estadounidense y sus tomas aéreas, terrestres y marítimas le han permitido al espectador ser parte de la intimidad de su ejército y, por supuesto, de la muerte. La intervención de Estados Unidos en zonas de conflicto —siempre bajo el pretexto de la seguridad nacional— vuelve la guerra en negocio permanente en donde las esquirlas de la muerte se encuentran inmediatamente imbricadas en el imaginario social norteamericano. Intervienen globalmente para reafirmarse imperio pero también por una idea imperecedera de un destino ideal como nación.

Las películas “Sicario” (2015) y la recién estrenada “Soldado” (2018), coprotagonizadas por Benicio del Toro y Josh Brolin, son un respiro en medio de la simpleza de las narrativas alrededor de la guerra contra las drogas y la guerra infinita de los Estados Unidos. Desde mi punto de vista, el nodo central de ambas historias no es únicamente representar la violencia en la frontera norte, sino presentar una narrativa de la intervención norteamericana en territorio mexicano para explicar parte de la violencia contemporánea. Ambas películas logran mostrarle al espectador el color ceniza de las decisiones bélico políticas: Estados Unidos intervendrá en México para extraditar capos sin que nadie se entere —como en “Sicario”— o para rescatar personas en pleno territorio mexicano —como en “Soldado”— con una violencia inusitada y con una amplia mercadería bélica muy superior a la de los cárteles. Las historias de ambas películas tienen que ver con la cacería humana de los enemigos de Estados Unidos, siempre bajo el velo protector de la ley norteamericana cuya túnica invisible opera en territorios expuestos a la violencia más espectacular.    

El discurso de ambas películas es, pues, aquel de la ejecución pragmática de la ley estadounidense fuera de su territorio nacional. En “Soldado”, un terrorista secuestrado en África por fuerzas de seguridad norteamericanas le dice a su captor que no puede hacerle nada, pues los norteamericanos “siempre siguen la ley”. La respuesta del secuestrador —Josh Brolin— es que la ley no aplica ahí, en África, presentando la extralimitación del estatuto bélico norteamericano como si fuese un brazo armado más del departamento de Defensa. El panorama que presentan ambas películas es el de la aceleración bélica de los Estados Unidos como precepto último de fuerza global: el mensaje es claro, el país más poderoso del mundo puede librar varias guerras, en múltiples frentes, en una diversidad de terrenos, bajo condiciones políticas dispares. El ejército norteamericano y su visión panóptica de agencias varias y mercenarios crean comunidades de muerte altamente profesionalizadas a la hora de ejecutar misiones ultra secretas. La muerte de Osama Bin Laden es un ejemplo de una operación militar velada en donde el alcance del poderío norteamericano no tiene límites espaciales o temporales.

Guerra contra el terror, guerra contra las drogas, guerra infinita: la maquinaria propagandística, usufructo de la derecha estadounidense, encuentra su motor en la expansión global de un poderío perpendicular que atraviesa absolutamente todos los espacios internacionales. Ambas películas son una crítica a la creación de zonas extralegales en donde el carácter paranoico y persecutor de Estados Unidos no conoce fronteras, ni países, acaso solo combatientes que hay que eliminar, donde sea que se encuentren. En un tiempo político como el que vivimos, tanto “Sicario” como “Soldado” nos recuerdan que la única garantía que ofrece el imperio es la de encontrar a sus enemigos donde sea que se encuentren. Con actuaciones extraordinarias y un par de historias bien contadas, estas películas penetran el oscuro velo de la actuación de fuerzas de seguridad estadounidense en territorios embriagados de violencia, muchas veces con la intención de que el caos permanezca. El orden norteamericano interior deviene en paradigma; el caos norteamericano exterior deviene en entretenimiento, conquista y superioridad.

El futuro de la guerra ya no es, parecen decirnos estos filmes, el de la formalidad de la misma. Se han fracturado todos los paradigmas bélicos y, ahora, nos enfrentamos a una especie de privatización del conflicto de baja intensidad pero con una precisión nunca antes vista, con tecnologías de la guerra cada vez más sofisticadas, con la impersonalidad del dron que le otorga al piloto la intercesión necrobélica de vidas que poco le importan al imperio.