En la actualidad para bien del planeta que habitamos, pero principalmente para la supervivencia humana, los temas ambientales y la “agenda verde” toman cada vez más mayor relevancia en las políticas y programas de gobierno, en el reconocimiento de nuevos derechos ambientales y el cuidado del medio ambiente, y en general, en las discusiones cotidianas de la comunidad internacional.

Vale la pena recordar que la preocupación ambiental tiene sus orígenes en la década de 1950 por los estragos y repercusiones que generaron los ensayos nucleares y la Primera y Segunda Guerra Mundial. Este periodo será determinante, porque considera por primera vez a la contaminación como un verdadero problema que no distingue fronteras y que tiene implicaciones globales. Oficialmente, es en la Cumbre de la Tierra de Estocolmo en 1972 cuando la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente Humano institucionaliza el desarrollo de políticas y programas internacionales sobre la materia medioambiental.

A partir de esta fecha se han realizado un sinnúmero de conferencias, convenios, tratados, acuerdos, leyes, programas, investigaciones y recopilación de basta evidencia empírica que constata que las formas de producción y consumo –relación hombre-naturaleza y la mediación social de la naturaleza– de  población generan importantes impactos negativos en los sistemas ambientales y ecológicos.

Sin caer en reduccionismos teóricos o posturas catastrofistas lo cierto es que las repercusiones están generando altos costos socioeconómicos, y el más importante, un alto costo en la salud.

Es sorprendente, que los economistas neoclásicos (1870 – 1920) reconocieron que las ineficiencias asociadas a las externalidades constituyen una forma de “falla de mercado”. Desde una perspectiva de bienestar general, la decisión privada basada en el mercado no produce resultados eficientes.

Recomendaban desde hace 148 años que el gobierno debía intervenir para corregir los efectos de las externalidades. El economista Arthur Pigou sugería en su obra “La Economía del Bienestar” de 1920 que los gobiernos tenían que someter a los contaminadores a un impuesto que compensara el perjuicio causado a terceros. Dicho impuesto produciría el resultado de mercado que habría ocurrido si los contaminadores hubieran internalizado debidamente todos los costos.

Bajo esta lógica, sin prejuicios ecologicistas y economicistas, la forma de generar una responsabilidad social es asumiendo los costos de nuestra forma en la que nos relacionamos con la naturaleza –buena o mala–.

La agenda ambiental debería tener como tema principal la contabilidad y los costos ambientales. La única forma de regular los excesos, desequilibrios y desigualdades en el uso de los servicios ambientales es asumiendo un costo.

Por ello las externalidades ambientales entendidas como decisiones de consumo, producción e inversión que toman los individuos, los gobiernos y las empresas que afectan a terceros que no participan directamente en esas transacciones pero tienen un efecto negativo en el medio ambiente, son la alternativa para compensar los efectos directos e indirectos de estas decisiones, como el calentamiento global, que es el resultado multifactorial de los diferentes tipos de contaminación  (atmosférica, hídrica, del suelo, genética, espacial, radiactiva, electromagnética, térmica, acústica, visual, lumínica, etc.).

En el momento que cualquier decisión tenga un costo intrínseco, como resultado de una externalidad ambiental, las agendas de sostenibilidad pasarán de compromisos gubernamentales a políticas fiscales con resultados inmediatos. En este sentido, se vuelve fundamental dar el siguiente paso, –dejando de lado la retórica y el discurso– y asumamos los costos que generan nuestras decisiones económicas y estilos de vida.

*SECRETARIA DE LA COMISIÓN DE RELACIONES EXTERIORES AMÉRICA LATINA Y EL CARIBE

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