Pequeños pies duros

 

Por Javier Fernández

 

[su_dropcap style=”flat” size=”5″]A[/su_dropcap]unque lo intenta –vaya si lo intenta con ese nocivo eslálom– Chucky Lozano menea pero no destartala el culo de los defensas brasileños. Miranda y Thiago conservan bien colocadito, ni grande ni pequeño, el puntal ceremonioso de contracción serena; bien por ellos. Jugar ante Brasil para regocijarse con la renta estética del fútbol nos lleva a la condición de quien no puede considerarse un bruto aunque vive de hacer brutalidades. En cambio, competir para ganarles es cambiar de pista, entregarse a un cabaret espiritual en el que ellos puntualizan los códigos y ostentan casi todos los ases. De momento, no tenemos con qué.

Admitamos sin aletear que Rafa Márquez no ejerce el control geopolítico de antaño. A su alrededor, encima suyo, Paulinho zanganea la potestad mercurial con vocablos de piedra y  sendos códigos de pandillero. Conforme engarzan Paulinho y Casemiro con el tremendo Coutinho, la selección brasileña empieza a bascular, con un brío pastoso, algo pétreo, sin la abundancia de la nodriza que arrima la teta al nene pues con la mayoría de los rivales –incluido México– basta y sobra el anhelo del calostro. Rechazan el chupete Guardado y Herrera, intensos, agrandados, e inconexos: expatriado allá arriba, Chicharito no atina a descifrar a sus abastecedores, hasta dónde reinan, qué insinúan, por qué tiemblan.

Tras cincuenta minutos de fricción, arde la membrana que los puristas llaman tres cuartos de cancha. Los volantes brasileños notan en el horizonte una estría soleada, caliente: reciben guiños de la última generación dorada, los ronnies, los dihnos, los cafúes Willian decide brincársela y en cambio conmemora las fugas de Jairzinho. La tribuna reacciona a los aforismos del juego con vocablos de plátano y caña. No supimos cómo, Neymar festeja el primer gol, trastabillado. La secuencia en televisión repite el suceso, lo invierte, lo esculca. Dedica unos segundos a la multitud: mexicanos que lloran. Un grupo ataviado con espesos bigotes y carrillera revolucionaria, sus cabezas veladas por una caperuza emplumada, pañoleta Heineken, sombreros anchos y ladeados, se abrazan, cantan. Con notable esfuerzo quieren aparecer en pantalla, lucir dichosos y, a la vez, algo rascuaches. Su jeta lacrimosa recapitula lo aprendido en años de cagar tan agusto en bares, casas ajenas y cuartuchos de motel en los que memorizas la cápsula cultural de la callejita de Fósforos Dingo.

Firmino acaba de anotar. La defensa mexicana lo ve celebrar en un parque aledaño que después de la lluvia vomita ríos de color, livianísimas alas. No pudimos. El 2-0 alinea en nuestra memoria la sangre rinconera, y no hablo de sangre que rezuma en el cuello y enriquece las extremidades, sino del tejido ruin que se estaciona en ampollas, las abulta, las empurpura. Sangre que salpica el pañuelo de la institutriz de gimnasia, afectada por lo que sospecha es una gripa brutal, acompañada de un rumor, un remoto y nada preocupante rumor que no impide la continuidad de la sesión aunque a nivel molecular anticipa los derroteros del cáncer.

Con el juego resuelto, volvemos al latifundio regional que esconde tenues sobresaltos y garantiza dividendos. La cámara se ensaña con el graderío del Samara Arena: encuadra a una morocha en strapless, su niño de brazos con la jersey verde eucalipto, tres gordos pintarrajeados. Antes de ir a comerciales un fulanete de biotipo gerencial a toda luz pudiente, rasurado a máquina Conair y engomado en el coco, extiende el brazo para elevar como antorcha su vaso de plástico, predicando a todo pulmón los imperativos de Cielito Lindo: “No se los des a nadie, que a mí me tocan”.

https://youtu.be/uhog8YGFk40