Por José Ignacio Valenzuela*

 

PRIMER ACTO

LIGERO DE EQUIPAJE

 

Por fin me ha sucedido algo.

Por fin me ha sucedido algo,

¿no es sensacional?

 

Respiración artificial, RICARDO PIGLIA

 

Uno

Me voy a enamorar de ti como un idiota, es lo primero que pienso apenas te veo entrar. Y no me equivoqué. En lo más mínimo. Habrá sido ese par de violentos ojos azules como sacados del fondo de una mina de diamantes; habrá sido el hecho de que apenas cruzaste el umbral de aquella cafetería junto a mi amiga Mara, todo lo que estaba a nuestro alrededor se licuó, como una acuarela mal secada, y lo único que conservó la definición fuiste tú, avanzando despacio hacia mí, sonriéndome sin mover los labios, clavándome esa mirada de aguamarina; habrá sido que yo no esperaba a nadie más en mi vida y que por eso me tomaste por sorpresa, al igual que una buena noticia que se dice en el momento menos propicio, como ese mediodía de un domingo de octubre. Estaba con un par de amigas y el editor de un periódico latino que me quería conocer. Había leído parte de mi trabajo y estaba interesado en hablar en persona conmigo. La idea de ese brunch dominical fue mía. Y la idea de invitar a Mara también fue mía.

—Sí, claro, nos vemos mañana a las once y media —me dijo ella. Y agregó esa pregunta que me cambió la vida—. ¿Puedo llevar a alguien conmigo?

Contesté que sí, que por supuesto, apurado mientras corría por la Sexta Avenida rumbo a la oficina de mi agente, recién llegado a Nueva York, cansado porque el vuelo desde México se había atrasado y en lugar de aterrizar a las tres de la tarde lo había hecho casi a las siete; estaba oscuro, tenía sueño y quería encontrarme pronto con Liliana para irnos juntos a su casa, que era donde me iba a quedar. Respondí que sí, que por supuesto te podía invitar a ese brunch donde se suponía que un grupo de amigos me iban a hacer menos aburrida la tarea de contestar preguntas aún más aburridas de un aburrido editor de un seguramente también aburrido periódico latino.

No sabía que ibas a llegar tú al día siguiente. Si lo hubiese sabido, con seguridad le respondo que no. Disculpa, Mara, pero es un asunto más bien laboral, lo siento, en otra ocasión puedes invitar a todas las personas que quieras. Algo así habría dicho. Le hubiese echado la culpa al trabajo, al editor ese que resultó ser un tipo lleno de pecas, con el pelo rojo y la piel tan blanca que se le podían contar los racimos de venas arremolinados en los brazos y en lo que se le veía del cuello. Eso alcancé a notarlo antes de que tú llegaras, claro, porque cuando Mara apareció en la ventana de la cafetería, en pleno SoHo —Green con Prince—, tuve la primera sensación de que un terremoto estaba próximo a explotar. Desde niño tengo esa facultad. Puedo predecir con cinco segundos de anticipación cuando la tierra va a comenzar a moverse. Es como si de pronto la sangre se me helara: siento puñados de hielo ardiente atravesar mis arterias. Y me paralizo, aterrado, igual que un cobarde que frena de golpe al ver un perro con el hocico abierto y a punto de brincar hacia adelante. Y entonces pasan esos cinco segundos que se hacen eternos, sólo cinco segundos que convierten el presagio en certeza, y la tierra comienza a sacudirse. Lo mismo me pasó cuando vi a Mara al otro lado del enorme ventanal de la cafetería, alzando desde la calle su mano llena de pulseras, golpeteando eufórica el cristal para llamar nuestra atención, con esa sonrisa colosal de dientes blancos y labios carnosos que tanto me gusta. No fui capaz de levantarme de la silla. El hielo se había apoderado de mi cuerpo, me atenazaba como una helada camisa de fuerza. Alcancé a pensar que en Manhattan no tiembla salvo cuando los aviones se estrellan contra los edificios y que, al parecer, éste no era el caso. No adiviné tu presencia tras ella. Si hubiese prestado más atención habría alcanzado a ver el perfil de tu cabeza, el rastro de tu chaqueta de jeans; habría advertido tu caminar firme y seguro. Pero no te vi. Por eso el terremoto se convirtió en cataclismo cuando Mara abrió la puerta, dio un grito triunfal que hizo que todo el mundo volteara hacia ella, y te señaló con un tintineo de pulseras que más pareció un redoble de tambores.

—¡Les presento a Ulises!

Fue ahí cuando diste un paso hacia adelante, cuando saliste detrás del cuerpo de mi amiga, sonreíste con esos ojos con los que todavía sueño cada noche, y me ofreciste la sonrisa más fabulosa que alguien había tenido la delicadeza de regalarme.

Me voy a enamorar de ti como un idiota, alcancé a pensar antes de que Manhattan entero se sumiera en el primer terremoto de su historia, de ésos que a los que hemos vivido en Chile, en México y en algunas islas del mar asiático estamos tan acostumbrados, pero que provocan estragos entre la población que todavía piensa que el suelo es firme e inmóvil. Creo que te diste cuenta de mi pasmo, porque no esperaste a que te saludara y avanzaste directo hacia la mesa donde todos estábamos. Mara se abalanzó sobre mí, me besuqueó el cuello, las mejillas, me encontró más gordito, más rubio, me alcanzó a decir que le gustaba mi pelo así, más largo, más ondulado, más hippie, y me susurró directo al oído un ¿has visto que cosa más encantadora es Ulises?, y yo no fui capaz de contestarle porque todavía no me recuperaba bien del encuentro, todavía sentía que aquella cafetería se había fundido entera y que lo que antes eran muebles, líneas rectas y estructuras, ahora estaban reducidos a manchas derretidas y charcos de colores que yo trataba de recomponer. Y tú seguías ahí, de pie junto a esa mesa, saludando con cortesía y distancia al resto de las personas, esperando el momento propicio para que Mara me soltara por fin y enfrentara mi cuerpo al tuyo. Me extendiste la mano. Y yo te la estreché. Yo no sabía. Si hubiese sabido no te habría dado la mano. Te habría negado el saludo. Le habría dicho a Mara que no te llevara, que nunca te sacara de tu casa, de ese departamento que llegué a conocer tan bien. Le habría rogado que nunca, nunca, me hubiera hablado de ti, pero yo no sabía, yo sólo puedo anticiparme cinco segundos a las cosas; esta vez fallé, esta vez todo conspiró en mi contra, todo: ese domingo apacible, SoHo, esa cafetería tan acogedora, esa reunión casi improvisada, mi viaje a Nueva York que sólo iba a durar seis días y que se convirtió en una vida entera. Yo no sabía, Ulises. No sabía que iba a conocerte. No sabía que iba a suceder todo lo que sucedió. No tuve tiempo de reaccionar cuando te estabas sentando frente a mí en aquella mesa, ni siquiera me di cuenta de que aún no abrías la boca, de que todavía no escuchaba tu voz. Mara había tomado la palabra y me preguntaba con avidez que cuánto tiempo me iba a quedar en Manhattan y yo, como desde el fondo de un precipicio, le contestaba que sólo seis días, que el viernes me iba a Hong Kong a visitar a mi hermana que estaba viviendo allá luego de que a su marido le saliera una espléndida oferta de trabajo, y algo dijo ella del Oriente, de lo fascinante que debía ser, pero yo no la estaba escuchando. Sólo tenía sentidos para mirarte a ti, inmóvil, como un niño bien portado, con esa chaqueta de jeans que te hacía juego con los ojos.

Fue entonces ahí cuando Liliana, mi agente, trató de intervenir y recordarnos a todos que ésa era una reunión de trabajo. Jack, el pelirrojo al que le faltaba al menos media hora de cocción para tener un color saludable de piel, necesitaba hacerme unas preguntas sobre mi posible interés de colaborar con su periódico. Pero Jack también estaba interesado en mirarte. Eras como un imán para todos en aquella mesa, aunque tú sólo fijabas tu vista en mí, dos taladros de agua que me perforaban las retinas y echaban sus anclas. Jack se veía molesto. Se suponía que la estrella de ese brunch era él y, por lo tanto, tú debías estarle prestando atención a sus palabras. Por suerte no lo hiciste. O tal vez eso hubiese sido lo mejor. Que una vez que todo hubiera concluido, él y tú se hubiesen dado los teléfonos para salir esa semana, terminaran tenido sexo en tu departamento como dos animales que saben exactamente lo que están haciendo, tú sacando los condones de aquel canastito que siempre escondías bajo tu cama, el frasco de lubricante, empujando con fuerza el colchón que siempre terminaba al otro extremo del cuarto con tus empellones de caballo de feria, tú hubieras dado uno de tus gritos de final de amor, ésos que me erizaban la piel, y ya. Yo, para esos entonces, habría estado en Hong Kong paseando por Causeway Bay, comprando relojes falsos, camisetas con alguna leyenda divertida, y sacando fotos como un turista más. Ajeno a ti. Tú serías sólo parte de un recuerdo vago de ese brunch. Serías una anécdota en la película de mi vida, parte de una comparsa de actores, de esos actores de tercera línea que interpretan personajes sin nombre propio, algo así como Hombre 1, o Árbol, y ya. No estaría aquí, sentado un par de años más tarde en este departamento vacío, donde sólo hay un colchón, un par de velas y una orquídea, con todas las ventanas abiertas para que entre el aire fresco. No estaría en este departamento cruzado por ráfagas tratando de olvidarte. Por eso decidí sentarme a escribir, en el suelo, acomodándome como puedo en el colchón, cruzando las piernas, apoyándome en el muro, cambiando de postura cada tanto para evitar los calambres. Paso las horas tecleando en mi computadora. Escribo esto como desde el fondo del mar, ahogándome por la falta de oxígeno a pesar de las ventanas abiertas y de la ventolera que a veces se produce. Escribo y cuando no puedo más saco la cabeza fuera del agua, boqueando como un pez agónico, y obligándome yo mismo a hundirme otra vez bajo la marea de mis propios recuerdos. Y sigo. No puedo detenerme. No quiero. La única manera de frenar esta avalancha de pasajes, imágenes, detalles, es dejarles la puerta abierta, que sigan de largo, directo a mis dedos que teclean con velocidad, con urgencia, que se liberan de sus dolores al convertirlos en letras. Tengo suerte de ser escritor. Escribir es como suicidarse un poco, con la diferencia de que uno queda vivo y con la posibilidad de volver a leer lo que provocó aquella muerte. Una muerte inevitable, como la que tú me causaste.

Vuelvo a ese brunch. Vuelvo a ver a Jack poniéndose de pie a mitad de conversación, mirando su reloj e inventando una mala excusa para poder irse de ahí, frustrado y vencido. Disculpen, pero olvidé que hoy van a mi casa a instalar las cortinas, anunció, y nadie le creyó. Uno, porque lo dijo mirándote con esa mirada que sólo los gays rechazados son capaces de poner: ojos de serpiente a punto de dar un mordisco y que, sin embargo, prefiere replegarse sobre sí misma y huir en sentido contrario. Y dos: tampoco le creímos porque nadie instala cortinas un domingo y menos en Manhattan. Liliana lo acompañó hasta la calle. Desde dentro, y a través de los ventanales, los vimos hablar y despedirse.

—Mejor que se vaya —dijo Mara y se robó el jugo de naranja que era de Jack y que él ni siquiera había tomado—. Así nos quedamos más en confianza. ¿Estás escribiendo algo? —preguntó, mirándome.

Le conté que planeaba un nuevo libro de cuentos y que estaba a la caza de temas. Que ése era uno de mis motivos para irme a Hong Kong. Que una vez allá pensaba quedarme unos meses dando vueltas por ahí, solo, y volver más tarde a mi casa en México para encerrarme a escribir.

—Diego inventa telenovelas —te dijo Mara con una sonrisa—. ¿Puedes creerlo? ¡Telenovelas!

Me quise morir. Yo hubiese preferido ocultarte esa parte de mi pasado de la que no me enorgullezco mucho. Sí, escribo telenovelas. O escribía. Después de años de urdir historias inverosímiles de mujeres y hombres que eran capaces de soportar una avalancha de problemas que provocarían el suicidio de cualquier ser humano normal, me cansé de la televisión y decidí concentrarme en la literatura. Ésa fue la respuesta que te di, ¿te acuerdas? Tú no decías nada. Sólo me mirabas y yo no lograba descifrar si lo hacías con interés o con desprecio. Probablemente estarías pensando que era un pobre niño farandulero, una estrellita más de ese firmamento de robacámaras que pululan por los canales de televisión, dando autógrafos para sentirse importantes, discutiendo estupideces y defendiendo argumentos tan absurdos como que la villana tenía que volverse loca con una muñeca de infancia entre las manos y repitiendo con voz de mala-demente-de-telenovela mi mamá me mima, mi mamá me mima… Por eso volví a hablar de los cuentos que quería escribir, de la novela que me estaba rondando hacía tiempo la cabeza, pero Mara parecía más interesada en que le contara indiscreciones de actores y que si me había acostado con alguno en el último tiempo. Le dije que no, cosa que era completamente cierta, y retomé mi retahíla insistente sobre la literatura.

Fue entonces que hablaste por primera vez:

—¿Qué es para ti escribir?

Lanzaste la pregunta como una granada, a quemarropa. Me gustaron tu voz, la calma y el tiempo que te tomaste para formularla. No había apuro en tu tono, en tus pausas. Lo opuesto de mi situación, donde yo hablaba atropellándome, saltando de una idea a otra, todo por tratar de encontrar un tema que funcionara como un anzuelo y poder, por fin, cazar tu atención. Apenas me hiciste esa pregunta, se produjo un silencio en la mesa. Todos se volvieron hacia mí. Tú no me quitabas los ojos de encima y yo sentía que otra vez las cosas empezaban a chorrear y que esta vez, junto con ellas, también se me iba el cuerpo. Por más que traté, no logré encontrar una respuesta. Sólo podía pensar que un estado de imbecilidad tan grande se tenía que deber a que me estaba enamorando sin marcha atrás y que nunca, nunca, me había sucedido una cosa así. Pensé en mi triste capacidad de predecir temblores, en los cinco segundos de gracia que me regala la vida antes de chicotear la tierra como sábana recién lavada al viento. Habrá sido por eso que te respondí:

—Escribir para mí es adelantarse treinta segundos a lo que va a pasar, y ser capaz de transmitirlo por medio de palabras.

Sentí que las mejillas se me incendiaban y que la lengua se me convertía en talco. Tuve que robarle un trago de jugo de naranja al vaso que antes era de Jack. Cuando levanté la vista, me di cuenta de la mirada que Mara y tú se estaban dando. No supe interpretarla, pero probablemente se estaban burlando de mi incapacidad para contestar algo que valiera la pena, algo que hiciera que los demás se quedaran unos instantes considerando lo que dije. Pero no. Después supe que los dos se estaban mirando con cierto orgullo: ella, porque le gustaba el hecho de haberte presentado a un amigo que fuera capaz de sintetizar un pensamiento, y tú, porque como yo también sentías que algo extraño, muy extraño, pero agradable, estaba naciendo en ese brunch dominical.

No recuerdo qué más pasó, lo siento. Sólo sé que en algún momento alguien pidió la cuenta. Liliana, seguramente. Salimos a la calle donde nos envolvió ese viento de otoño que convierte a Nueva York en una postal de tonos rojiverdes. Tú ibas adelante, caminando con Mara. Yo no podía despegar los ojos de tu espalda, del recorte de tu cabello negro, de tus manos que balanceabas con tanta gracia y descuido a cada lado de tu cuerpo. Me gustaron tus manos: cuadradas, de dedos gruesos y uñas bien cortadas. Las imaginé atenazándome los brazos, urgiéndome a acercarme a ti, manipulando el cinturón de mis pantalones, y tuve que apoyarme en Liliana para poder seguir caminando. Me voy a enamorar de ti como un idiota, me repetí por tercera vez ese día, antes de que al llegar a una esquina tú te voltearas hacia los que íbamos más atrás, y con la misma sonrisa, la misma calma, el mismo encanto, anunciaras que te ibas, que tenías cosas que hacer, y desaparecieras en medio de los turistas que circulaban por el lugar.

Ese día te fuiste, Ulises, pero te quedaste ahí. Aquí. Donde todavía tiemblas y das, de vez en cuando, una de tus réplicas.

*Fragmento de la novela El filo de tu piel, de José Ignacio Valenzuela (Suma de Letras Edición conmemorativa 10° aniversario). Agradecemos a la editorial las facilidades otorgadas para su publicación.