Por Douglas Preston

 

Capítulo 1

El Portal del Infierno

 

En lo profundo de Honduras, en una región llamada la Mosquitia, yace uno de los últimos lugares sin explorar de la Tierra. La Mosquitia es una zona vasta y sin ley que cubre unos ochenta mil kilómetros cuadrados, una tierra de jungla, pantanos, lagunas, ríos y montañas. Los primeros mapas la etiquetaban como “Portal del Infierno”, por ser tan inhóspita. Es una de las zonas más peligrosas del mundo, y durante siglos ha frustrado los esfuerzos por penetrar y explorarla. Aún hoy, en el siglo XXI, cientos de hectáreas de jungla no han sido investigadas por la ciencia.

En el corazón de la Mosquitia, la selva más densa del mundo alfombra cadenas montañosas implacables, algunas de kilómetro y medio de altura, cortadas por barrancos escarpados, con cascadas altivas y torrentes atronadores. Con diluvios de más de tres metros de precipitación al año, las inundaciones y deslaves barren el terreno cada tanto. Tiene arenas movedizas capaces de tragarse a una persona viva. El sotobosque está infestado de serpientes mortales, jaguares y uñas de gato, hiedras con espinas curvas que desgarran carne y ropa. En la Mosquitia, un grupo experimentado de exploradores, bien equipados con machetes y sierras, puede aspirar a viajar de tres a cinco kilómetros en una jornada brutal de diez horas.

Los peligros de explorar la Mosquitia van más allá de los impedimentos naturales. Honduras tiene una de las tasas de homicidio más altas del mundo. El ochenta por ciento de la cocaína sudamericana destinada a Estados Unidos pasa por el país, la mayoría a través de la Mosquitia. Los cárteles dominan gran parte de la región y pueblos adyacentes. El Departamento de Estado de Estados Unidos actualmente prohíbe al personal del gobierno estadounidense que viaje a la Mosquitia y al estado circundante de Gracias a Dios “debido a información creíble de amenaza contra ciudadanos estadounidenses”.

Ese temible aislamiento ha causado un resultado curioso: durante siglos, la Mosquitia ha sido hogar de una de las leyendas más persistentes y seductoras del mundo. En algún lugar de su infranqueable bosque tropical, se dice, yace una “ciudad perdida” de piedra blanca. La llaman “Ciudad Blanca”, y también se refieren a ella como la “Ciudad Perdida del Dios Mono”. Algunos sostienen que es una ciudad maya, mientras que otros dicen que un pueblo desconocido y ahora desaparecido la construyó hace miles de años.

El 15 de febrero de 2015 me encontraba en una sala de conferencias en el hotel Papa Beto, en Catacamas, Honduras, participando en una sesión informativa. En los siguientes días, nuestro equipo tenía programado ir en helicóptero a un valle sin explorar, conocido sólo como Objetivo Uno, en lo profundo de las montañas interiores de la Mosquitia. El helicóptero nos dejaría en la ribera de un río sin nombre, y nos dejarían a nuestra suerte para levantar a machetazos un campamento primitivo en la selva. Ésa sería nuestra base de operaciones mientras explorábamos lo que creíamos ser las ruinas de una ciudad desconocida. Seríamos los primeros investigadores en entrar a esa parte de la Mosquitia. Ninguno de nosotros tenía la menor idea de lo que veríamos en el terreno, cubierto de jungla densa, en una naturaleza prístina que no había visto seres humanos desde que hay memoria.

Había caído la noche en Catacamas. El jefe de logística de la expedición, parado al frente de la sala, era un exsoldado de nombre Andrew Wood, al que llamaban Woody. Exsargento mayor en el SAS británico y miembro de los Coldstream Guards, Woody era experto en tácticas de guerra y supervivencia en la jungla. Comenzó la sesión diciéndonos que su trabajo era sencillo: mantenernos con vida. Había llamado a reunión para asegurarse de que estuviéramos conscientes de todas las amenazas que podríamos encontrar al explorar el valle. Quería que todos —incluso los líderes nominales de la expedición— entendieran y estuvieran de acuerdo en que su equipo del exSAS estaría a cargo durante los días que pasaríamos en la selva: iba a ser una estructura de mando casi militar, y seguiríamos sus órdenes sin chistar.

https://youtu.be/vssKtCnPQCQ

Era la primera vez que nuestra expedición estaba reunida en un solo cuarto, un grupo variopinto de científicos, fotógrafos, productores de cine, arqueólogos y yo, escritor. Teníamos experiencias extremadamente variadas en habilidades de supervivencia.

Woody habló de seguridad con su estilo cortado de británico. Debíamos tener cuidado incluso antes de entrar a la jungla. Catacamas era una ciudad peligrosa, controlada por un cártel violento: nadie podía salir del hotel sin un escolta militar armado. Teníamos que callar lo que estábamos haciendo ahí. No podíamos hablar del proyecto en presencia del personal del hotel, ni dejar tirados papeles que hablaran del trabajo en nuestros cuartos, ni hablar por teléfono en público. Había una gran caja de seguridad en la bodega del hotel para papeles, dinero, mapas, computadoras y pasaportes.

En cuanto a los peligros a los que nos enfrentaríamos en la selva, las serpientes venenosas estaban en lo alto de la lista. La Bothrops asper, dijo, es conocida en esos lares como “barba amarilla”. Los herpetólogos la consideran el crótalo supremo. Mata a más gente que ninguna otra víbora en el Nuevo Mundo. Sale de noche y le atraen la actividad y la gente. Es agresiva, irritable y rápida. Se le ha visto escupir veneno de los colmillos a más de dos metros, y puede penetrar hasta la bota de cuero más gruesa. A veces ataca, persigue y ataca otra vez. Casi siempre salta al embestir, por lo que muerde arriba de la rodilla. El veneno es letal: si no te mata de inmediato por una hemorragia cerebral, puede que te mate después por sepsis. Si sobrevives, casi siempre tienen que amputar el miembro afectado, debido a la naturaleza necrotizante del veneno. Íbamos, dijo Woody, a una zona en la que los helicópteros no pueden volar ni de noche ni con mal clima; la evacuación de una víctima de mordedura de víbora podría aplazarse por días. Nos dijo que usáramos nuestras polainas antiserpientes de kévlar en todo momento, incluso —en especial— cuando fuéramos a orinar de noche. Nos advirtió que siempre pisáramos encima de un tronco antes de bajar, que nunca pusiéramos el pie directamente del otro lado. Así mordieron a su amigo Steve Rankin, productor de Bear Grylls, cuando estaban en Costa Rica explorando una locación para un programa. Aunque Rankin llevara polainas antiserpientes, la barba amarilla, escondida bajo el otro lado del tronco, lo mordió en la bota, bajo la protección: los colmillos atravesaron el cuero como mantequilla. “Y esto fue lo que pasó”, dijo Woody, sacando su iPhone. Nos lo pasó. Mostraba una foto aterradora del pie de Rankin después, mientras lo operaban. Incluso con tratamiento antiveneno, el pie se necrotizó y tuvieron que arrancar la carne muerta hasta dejar sólo tendones y hueso. Se lo salvaron, pero tuvieron que transplantarle un pedazo de muslo para cubrir la herida abierta.* El valle, continuó Woody, parecía ser un hábitat ideal para la barba amarilla.

Les eché un vistazo a mis compatriotas: la anterior atmósfera de convivencia del grupo, cervezas en mano en torno a la alberca del hotel, se había evaporado.

Luego vino una clase sobre los insectos contagiosos que podríamos encontrar, incluyendo mosquitos** y jejenes, ácaros rojos, garrapatas, besucones (porque les gusta picarte la cara), escorpiones y hormigas bala, cuya mordida se equipara con el dolor de un balazo. Quizá la enfermedad más espantosa endémica de la Mosquitia sea la leishmaniasis mucocutánea, a veces llamada lepra blanca, causada por la mordida de un jején infectado. El parásito de Leishmania migra a las membranas mucosas de la nariz y labios de la víctima y los carcome hasta crear un boquete enorme donde solía estar la cara. Hizo énfasis en lo importante que era aplicarse constantemente DEET de pies a cabeza, rociar con él la ropa y cubrirnos minuciosamente tras el crepúsculo.

Oímos de escorpiones y arañas que entran en las botas por la noche, por lo que teníamos que ponerlas bocabajo en estacas clavadas en el suelo y sacudirlas cada mañana. Habló de feroces hormigas rojas que plagan el sotobosque y que, al menor tremor de una rama, llueven a raudales y se te meten en el cabello, te bajan por el cuello y muerden como locas, inyectando una toxina que requiere evacuación inmediata. Miren con cautela, nos advirtió, antes de poner la mano sobre cualquier rama, tallo o tronco. No avancen sin cuidado por la vegetación densa. Además de los insectos escondidos y las serpientes trepadoras, muchas plantas tienen espinas y púas capaces de sacar sangre. Teníamos que usar guantes en la selva, de preferencia de los de buzo, que sirven mejor para prevenir la entrada de espinas. Nos advirtió lo fácil que es perderse en la jungla, casi siempre sólo es cuestión de deambular a tres o cinco metros del grupo. Bajo ninguna circunstancia nadie, nunca, tendría permiso de salir del campamento solo o separarse del grupo mientras estuviéramos en la espesura. En cada salida que hiciéramos del campamento base, dijo, tendríamos que cargar una mochila con un kit de suministros de emergencia —comida, agua, ropa, DEET, linterna, cuchillo, cerillos, impermeable—, bajo el supuesto de que nos perdiéramos y nos viéramos forzados a pasar la noche refugiados bajo un tronco goteante. Nos entregaron silbatos y en cuanto pensáramos que estábamos perdidos, teníamos que detenernos, silbar una señal de auxilio y esperar a que nos recogieran.

Puse atención. En serio. Desde la seguridad de la sala de conferencias, parecía claro que Woody sólo estaba tratando de asustarnos para que nos comportáramos, que aconsejaba precaución excesiva para los miembros de la expedición sin experiencia en la selva. Yo era una de las únicas tres personas que ya había volado sobre Objetivo Uno, el valle extremadamente remoto al que nos dirigíamos. Desde el aire parecía un paraíso tropical veteado de sol, no la jungla peligrosa, húmeda, fría e infestada de enfermedades y serpientes que nos pintaba Woody. Íbamos a estar bien.

* Se puede encontrar la foto fácilmente en internet, para los lectores de estómago fuerte.

** El nombre Mosquitia, sin embargo, no deriva del insecto: más bien viene de un pueblo costero cercano de herencia mixta indígena y africana que, hace siglos, consiguió mosquetes y el mote de miskitos, misquitos o pueblo “mosquete”. Sin embargo, hay quienes afirman que el nombre tiene origen indígena.

*Fragmento de la novela La Ciudad Perdida del Dios Mono, de Douglas Preston (Literatura Random House, 2018). Agradecemos a la editorial las facilidades otorgadas para su publicación.