Raras veces se aborda la literatura del norte de la república a partir de la poesía. Hay quienes creen que aquella región es fecunda en narradores y, peor, que todos escriben sobre lo mismo. O eso se esfuerzan en hacernos creer sus abanderados que, en efecto, sólo escriben sobre lo mismo. Pero la oferta poética no sólo es abundante, sino puede que, en ciertos casos, resulte incluso más interesante y variada que su narrativa. Uno de los grandes poetas del siglo XX, que literalmente sacó la poesía gay del closet, es el sonorense Abigael Bohórquez. Y aunque reconozco mi poco conocimiento en materia de poesía, citaría como algunos casos dignos de destacar, en materia de lo que se escribe en esta región concreta, la poesía a un tiempo experimental y emotiva de la tamaulipeca Sara Uribe; el cada vez más potente discurso poético del sinaloense Mario Bojórquez; la poesía desacralizada y no por ello menos fulgente del regio Armando Alanís Pulido o esa suerte de neo romanticismo escarpado del coahuilense Julio César Félix, aunque podríamos citar a muchos más: Heriberto Yépez (aunque se le conozca más como ensayista), Jorge Ochoa, Iván Figueroa, Elizabeth Cazessús, Mijail Lamas, Bibiana Padilla Maltos, Estela Alicia López Lomas, Renée Acosta y una de las mejores —e ignoradas— poetas de México: Laura Delia Quintero. Un rasgo en común que comparten la poesía y la literatura del norte es su asombrosa versatilidad. Citando textualmente a Andrés Cisneros, cuyas palabras abren el número 139/140 de Blanco Móvil: “Entre el sur y el norte hay un hermanamiento tan fuerte, en tanto que son fronteras, en tanto que son cruces móviles, los habitantes de ambos polos son los mismos migrantes de ambos. La lupa del ascenso o descenso ayuda a percibir la distancia, el espacio entre ciudades, hace que la proporción muestre una imagen curva, onírica, casi indefinida (…)”.

Pero este nuevo número de Blanco Móvil, aunque no lo anuncia, está dedicado no tanto a la poesía del norte, sino a la nueva poesía del norte. O preponderantemente a la nueva poesía del norte pues, sin tomar en cuenta los años de nacimiento, son más los nombres por descubrir que los descubiertos. Los diversos poemas están acompañados por artículos de especialistas de cada región que, aunque muy posiblemente no se conozcan, coinciden en varios puntos. La necesidad de levantar editoriales al margen de los apoyos gubernamentales sería el vínculo unánime y esto nos lleva a preguntarnos qué tan equivocado estaba José Vasconcelos respecto a su archiconocida apreciación de la cultura en pugna con la carne asada, o, en su defecto, qué tanto ha progresado la región con respecto a ésta. Escribir, pintar, hacer música son misteriosos impulsos que pueden llegar a determinar una vocación, y que surgen en los puntos más ignotos de la tierra porque forman parte de la necesidad de comunicarse del ser humano, así que es muy posible que ya en la época de Vasconcelos, y mucho antes, hubiera artistas sin público, creando en diversos rincones. Lo que no había y sigue sin haber es un genuino interés del gobierno por fomentar las artes, en este caso concreto, la literatura. Las editoriales gubernamentales son insuficientes y, en algunos casos, albergan exclusivamente a los mimados del poder y, peor aún, como señala Raúl Cota Álvarez, sirven de caja chica a las mafias arraigadas en torno a la actividad cultural. Lo realmente criticable, pues, no es la ausencia de cultura, sino el nulo interés de las autoridades competentes por descubrirla, fomentarla y fortalecerla. Las editoriales independientes llenan ese hueco, al menos parcialmente pues no cuentan con la infraestructura necesaria para difundir y promover a sus autores.

Ahora bien, como sono-sinaloense advierto una laguna preocupante tanto en los análisis como en la presencia de poetas en este número. El antes citado texto de Andrés Cisneros transparenta un afán unificador, es decir, mencionar cada estado del norte de la república sin dejar nada en el tintero… y sin embargo ignora por completa a dos grandes estados; vastos no sólo en extensión geográfica, también en la materia que ocupa a este número de Blanco Móvil: Sonora y Sinaloa. De las tres poetas representativas de Sonora —y hago un breve paréntesis para felicitar a Eduardo Mosches por elegir exclusivamente mujeres, pese a que en Sonora existe una aplastante mayoría de poetas varones— solo conozco a Leticia Quiroz (disidente, combativa, fiera herida), lo cual no significa que no me hayan gustado Magdalena Frías y Raquel Castillo. Pero definitivamente me quedé con la sensación de que este número le salió debiendo mucho a estos estados. Por favor, que no se interprete esta inconformidad como un rechazo hacia el número en general que, como en cada uno de sus números temáticos, la que yo considero la única revista literaria “de verdad” que se maquila en la Ciudad de México, está repleta de material digno de ser leído y releído.

Para concluir, me permitiré unas cuantas líneas respecto a la situación en Sonora: aunque en materia de publicaciones y difusión cultural la Universidad de Sonora permanece atrapada en los años setenta, la cultura oficial ha dado un brusco viraje en apenas unos pocos años, convirtiéndose en la principal editora, promotora y gestora de talentos nóveles. La literatura sonorense, hasta hace poco coto exclusivo de viejos escritores que no producían pero eran homenajeados por todo lo alto por el simple hecho de envejecer, ha dado lugar a una oleada de jóvenes escritores, poetas entre ellos, para los que ya no es una utopía acceder a las grandes editoriales. Existe, no obstante, y a diferencia de los estados vecinos, una muy escasa oferta de editoriales independientes. La última editorial de este perfil que circuló por territorio sonorense, de gratísima memoria, fue La Cábula, dirigida por el cronista Carlos Sánchez, que en una época mucho más crítica que la actual realizó verdaderos milagros para sacar tirajes más que respetables de muy buenos títulos.