Ricardo Venegas

Nació en San Luis Potosí. Fue integrante del Taller literario y del Seminario de literatura de la Casa de la Cultura de San Luis. Obtuvo el premio Manuel José Othón en el año 1991. Sus poemas han sido incluidos en algunas revistas y antologías. En 1994 le dieron la beca a creadores con trayectoria otorgada por el Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de San Luis Potosí. Se ha dedicado a la docencia y a diversas tareas editoriales. Posteriormente fue directora del departamento de cultura municipal, y se desempeñó como directora del IPBA.

—En Consolaciones de luz (2005) nos ofreces una serie de poemas que también nos llevan a la reflexión, a la poesía como elemento transformador. ¿Qué piensas de esto?

—Tal vez la aspiración más buscada por muchos que nos acercamos a la poesía sea la de provocar una conmoción en el lector. Ésta puede tener diferentes grados de intensidad intelectual o emocional, pero debe partir de una conmoción; es decir, ser una transformación que el texto poético intenta reeditar. En el caso de Consolaciones de luz, pretendí explorar el concepto de la luz y sus diversos significados históricos, físicos, espirituales, y aproximarme a través de los textos a experiencias relacionadas con esos significados, incluyendo su opuesto: la oscuridad. Y que todo eso fuera la posibilidad de enfrentar y revelar mis propios alumbramientos u oscuridades, por así decirlo.

—“Sólo el ciego sabe/ cuán redundante es la oscuridad del que mira”, dicen unos de tus versos. ¿Qué tan ciegos estamos?, te pregunto.

—Creo que mucho. Que es tanta nuestra ceguera que estamos seguros de que vemos. Me explico de nuevo, en el mundo contemporáneo se ha privilegiado el sentido de la vista para el desarrollo de nuestras capacidades, de nuestra manera de percibir y estar en el mundo. En la educación ocurre casi lo mismo, se no enseña a ver. Por lo mismo se nos imponen prototipos de valores sociales, económicos o políticos, a través de la manipulación de imágenes en todos los medios. Es precisamente esta saturación la que nos crea la ilusión de que vemos. Porque “la realidad” es algo que cambia todo el tiempo, es inasible. Sólo por unos instantes se nos revela cuándo esa cortina de imágenes, de prejuicios o engaños visuales se levanta y podemos exponernos a nuestras experiencias de manera independiente. Esta independencia de la mirada es muy difícil de experimentar a menos que aprendamos a ver más allá de la mirada adocenada y veamos con los ojos del niño que empieza a ver el mundo.

—Tu libro también es un diálogo con el gran pintor que fue Rembrandt, con la plasticidad. ¿Cómo llegaste a eso?

—He ejercido la docencia durante casi toda mi vida adulta y por casi treinta años he sido maestra de historia del arte en diferentes instituciones y diversos periodos. Así desarrollé algunas preferencias. Una de ellas es la pintura flamenca y allí se encuentra uno de mis favoritos: Rembrandt. El libro surgió, entre otras motivaciones, por el impacto que me produjo La lección de anatomía del Doctor Tulp desde la primera vez que la vi. Y después tuve también una reacción similar con La ronda nocturna. Ese deslumbramiento inicial creció cuando indagué sobre las condiciones de su vida personal. Ello, me condujo a compartir ideas y teorías con relación a la creación artística, tales como qué tanta importancia tiene el conocer la vida del autor —el artista— cuando nos enfrentamos a la obra. Nadie mejor que Rembrandt y su aportación del claro-oscuro a la historia del arte, para incluirlo como tema de mi libro, porque de manera absolutamente literal en su obra la luz surge de la obscuridad. Y no es una metáfora, aunque yo sí la propongo como tal. Rembrandt, con su vida, o con la información que sus biógrafos nos proporcionan, es un ejemplo perfecto para ilustrar que la praxis es la obra, que el arte que más transforma es una extensión de la búsqueda y descubrimiento del autor. En el caso de Rembrandt la ruptura o falta de comprensión de sus contemporáneos para con él, es contundente y dolorosa; yo traté de aproximar ese dolor que imagino al de muchos otros artistas en otros momentos de la historia.

¿Cómo se ha dado la relación entre el verso libre y tu poesía?

—Siempre he escrito en verso libre. Ahora estoy trabajando algo de prosa poética y tengo algunos sonetos.

—“… adioslasuerte/adiós la suerte/¡Ah, Dios! La suerte”, ¿cómo vive un poeta en San Luis?

—Como la mayoría de los poetas en la mayoría de las ciudades del país, en la sombra. En San Luis Potosí, existen diferentes tipos de talleres de creación literaria y como en muchas ciudades hay premios, festivales, encuentros de poetas y presentaciones de libros. La cuestión es ¿qué tanto incide en la vida de la ciudad, qué le significa este quehacer a la población en general, a las autoridades, a las instituciones? Creo que muy poco, que en el mundo actual es casi un arcaísmo decir que alguien es poeta. Por lo mismo el aspirante a poeta, es un marginal de origen. Por otra parte, la insistencia o terquedad de algunos ha sido propicia para conformar al paso del tiempo un grupo variopinto en cuanto a generaciones, formación, rigor y publicaciones, pero bastante reducido en cuanto a permanencia en el medio, porque muchos de esos poetas sólo tienen un libro, a lo sumo dos. Las publicaciones, en el mejor de los casos, son hechas por la editorial del estado o de la universidad, lo que a menudo limita su distribución y circulación más allá de la ciudad capital. A pesar de todo algunos insisten en explorar, explotar, exhibir la oscuridad o la luz. Hay que seguir intentando.

—¿Qué hay de la tradición por la poesía en San Luis, cómo convives con el pasado y el presente?

—El tiempo es una perspectiva que desaparece cuando entramos en contacto con el poema, todo es presente, el presente del lector que somos en el instante en que se efectúa la lectura. Pero existe el peso en la tradición local y nacional de los poetas como Ramón López Velarde o Manuel José Othón. Ellos son poetas a los que acudo con frecuencia. En una reciente relectura de la Noche de Walpurgis, de Othón, me descubrí con una empatía que no había sentido en mis otras lecturas. Uno escoge a sus poetas mayores y en mi caso es Félix Dauajare, con quien tuve la fortuna de convivir durante muchos años. De él aprendí algo que nos recomendaba, y que a su vez decía haberle escuchado a Pedro Garfias: “uno debe leer a los jóvenes”. Creo que nada me causa más entusiasmo como descubrir a un joven poeta y acercarme a través de sus textos a la renovación de temas y formas poéticas. En este momento en particular siento ese entusiasmo, cuando enfrento, por ejemplo, los de Daniel Bencomo.

—¿Qué es la poesía para Laura Elena González?

—A menudo experimento que estoy en una frontera entre vacíos, en los límites de mi corporeidad, en los límites de mis capacidades y que muy poco conozco o puedo conocer y que el único pasaporte que tengo para poder expresarlos es la poesía.