La elección obliga a meditaciones. La lectura de los números nos dice que fue una arrasadora decisión de las masas. La observación de los hechos nos anuncia que fue una intrincada trama de las élites.

He escuchado, aunque no me consta, que el ahora presidente electo fue un militante priista que, en su partido, no daba el perfil suficiente para obtener algo. Ello lo llevó a la defección y a la búsqueda de su destino contra el PRI.

Por otra parte, también se dice que los capitalistas mexicanos ya estaban cansados de la gobernanza priista y decepcionados de la ingobernanza panista. No dudo ni lo uno ni lo otro. Pero, además, pudieron estar chípiles con que, tanto el PRI como el PAN, ya no les piden su bendición para la postulación de sus candidatos, como sucedía antaño.

Así se encontraron los descontentos de todos. El resto es historia bien sabida. Andrés Manuel López Obrador fue candidato, estuvo bien apoyado, venció con más votos que todos sus adversarios juntos y hoy es el primer presidente electo por la mayoría absoluta desde hace 24 años.

Hablábamos de los números. Ellos confirman la presencia de un electorado que ya no pudo creer en los partidos tradicionales. Que se instaló en la convicción de que son organizaciones desleales, mentirosas, ambiciosas, onerosas, deshonestas, tramposas, convenencieras, indolentes e innecesarias. Que ellos son los culpables de la perturbación del quehacer público y de la contaminación del ejercicio político. Ese voto de censura fue una rebelión de las masas.

Pero, por otra parte, he escuchado que la aristocracia empresarial vio el perfil de una opción viable y “cachó” al decepcionado López Obrador. No sé si lo entrenó. No sé si lo capacitó. No sé si lo financió. No sé si lo dirigió. No sé si lo inventó. Lo cierto es que, de ser así, estaríamos en presencia de una rebelión de las élites.

No estoy en contra de las rebeliones por sí mismas. Muchas han sido las que ponen orden en un mundo caótico. Algunas, promovidas por las élites, como la francesa, la estadounidense y la mexicana. Otras, impulsadas por las masas, como la rusa y la china. En todas, el motor fue el dinero. En las de masas, la insuficiencia de los salarios y la inclemencia de los precios. En las de élites, la insuficiencia de los réditos y la inclemencia de los impuestos.

Creo que el péndulo del partidismo se ha movido debido a siete causas. Primera, que se está gestando un deseo ciudadano creciente de participación política sin la participación partidista tradicional. Segunda, que cada vez resultan menos atractivas, para el ciudadano común, las postulaciones electorales de los partidos tradicionales. Tercera, que las próximas elecciones no las ganarán partidos sino candidatos.

Cuarta, que la real contienda política mexicana ya no es tanto una contienda de partidos sino una contienda de fuerzas. Quinta, que las organizaciones pequeñas participan en condiciones más cómodas que los grandes partidos. Sexta, que la disciplina y el liderazgo, como base de la cohesión partidista, están de “capa caída”. Séptima, que ya se abrió el apetito por gobernar sin militancia.

Estrictamente sigo siendo un revolucionario como lo era cuando fui un joven. Sigo creyendo que muchas revoluciones fueron para el bien de sus respectivos países y hasta para el bien global. Me gusta seguir creyendo que las penumbras son transitorias. Aunque siempre me esforcé por estar en la realidad, por fortuna mi maduración no ha sido completa y mi realismo no ha logrado derrotar del todo mi idealismo.

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