Rafael G. Vargas Pasaye

La noche del seis al siete de abril de 1949 asesinaron a Antonia Crespo, la nota llegó a los periódicos como una más, pero no contaba la ciudad de Monterrey con la aparición de Olegaroy, ciudadano de grandes vuelos, imaginación provocativa, filósofo arriesgado, futbolista de un solo juego y aprendiz de la vida.

La imaginación de David Toscana nos lo retrata de cuerpo entero con una sagacidad impecable, y lo mismo lo vemos siendo el detective que desea dar con la verdad del asesinato, así como tomando el colchón donde pereció Antonia Crespo, o ingiriendo los canapés que su madre roba de las funerarias a las que asiste sin siquiera haber conocido al difunto menos a los dolientes.

La noche es el mejor momento para la creatividad. “El insomnio le había venido una medianoche en la que se dio cuenta de que podía escuchar los latidos del corazón”, también porque se dio cuenta “en sus adentros que los entierros deberían hacerse en noches de luna llena. Sería conveniente que los cementerios reclutaran lechuzas que ulularan”, tintes de romanticismo que tiene cualquier loco.

La investigación de Olegaroy sobre el asesinato tenía más pistas que las de la policía, junto con su maestro de matemáticas (poeta en sus ratos de ocio) supo la diferencia entre las cantidades de puñaladas, las cuales varían pues si el asesinato es por despecho se refiere a una cantidad, pero si es por celos la cifra aumenta.

Parte de la explicación del comportamiento de nuestro personaje radica en su infancia, la cual pasó con miedo “a sabiendas de que los niños eran máquinas buscadoras de accidentes; y aun cuando dejó la infancia muy atrás, la madre siguió hablándole como a un crío en todo lo que se relacionara a desgracias”.

Interesantes conclusiones a las que llegaba y con las que decidía por ejemplo no viajar en avión pues podía morir (lo mismo aplicaba para cruzar alguna calle), y es que ese espejismo lo rodeó permanentemente. El filósofo Olegaroy llegó a una de sus máximas: “No es el apego a la vida sino el espanto a la muerte lo que nos mantiene vivos”. Su estatus lo llevó a colocar una pizarra en la entrada de su casa con el letrero señalando que allí había nacido el filósofo Olegaroy, guiño de humildad si se mira con delicadeza.

Doblemente casado con una mujer que en plena noche de bodas retrasó su llegada por atender a un cliente, las consultas fugaces de Olegaroy con el editor del periódico merecen una especial atención pues eran parte del contacto con el mundo real que vislumbra el personaje luego de sus evidentes conclusiones detectivescas y filosóficas.

Si bien al inicio Olegaroy roba el colchón donde fue asesinada Antonia Crespo, el punto de quiebre es cuando decide robar el cadáver, incluso se da tiempo para la lección: “Quienquiera que haya robado un cadáver sabe que el proceso no es complicado. Siempre se realiza de noche. Hay que sobornar al velador del cementerio y estar dispuesto a sudar. Es fundamental guardar el mayor silencio posible. En caso de que una lápida caiga sobre el pie o se presente algún otro suceso doloroso, debe reprimirse cualquier lamento que los vecinos confundan con un espíritu en pena. Los profanadores de sepulcros con experiencia dan pasos cortos en la oscuridad, pues han de evitar a toda costa irse de cabeza a una tumba abierta. Morir en esas circunstancias no es motivo de compasión sino de escarnio”.

La muerte del personaje se viene dando de a poco, y aunque el autor nos haga ver que fue por rabia, no sabemos si quizá fue por el nulo reconocimiento que lo llevó a otro tipo de locura, incluso “algunos académicos hoy día sostienen que Olegaroy murió ejecutado, pero no le atribuyen el hecho a las empresas automotrices, sino a una vendetta por causas de las scomesse mortali”. Y es que resulta poca cosa decir que murió por rabia.

Olegaroy bien pudo ser un sobreviviente del ejército iluminado o un turista en Santa María del Circo, pues es la hechura clásica de los personajes de Toscana, de esos que se vuelven entrañables y cercanos, de los que se desea abrazar y golpear al mismo tiempo para que despierten a la realidad de un mundo alterno en el que viven y en el que poco a poco nos llevan.

David Toscana vuelve a subrayar el lugar que tiene en la literatura contemporánea con esta nueva entrega, y Olegaroy (Alfaguara, México, 2018 [primera reimpresión], 311 pp.) se vuelve ya un libro imprescindible en la obra del autor y entre lo mejor de este año.