La cultura del espíritu acrecienta
los sentimientos de dignidad e independencia.

Spencer

Tras un sexenio de perversa reversión de los alcances democráticos de una ciudadanía decidida a la edificación de una arquitectura social cimentada en los valores éticos con los que se comprometió el gobierno de Andrés Manuel López Obrador en el año 2000, el apabullante resultado electoral del 1 de julio confirma la apuesta ciudadana por retomar la construcción de un gobierno que garantice el pensamiento crítico de sus gobernados y procese asertivamente su derecho a saber para qué se gobierna y hacia dónde se dirige el destino de la república.

Para quienes hemos sido invitados por la Dra. Claudia Sheinbaum a formar parte del primer gobierno constitucional de la capital del país, la claridad de este mensaje es, al tiempo, aliciente y acicate para retomar la reconstrucción de las ruinas institucionales que una administración cegada por la ambición provocó.

Recuperar la ciudad como el espacio natural del ejercicio de los derechos de sus habitantes, es un principio ético que debe regir todas y cada una de las políticas, programas y acciones del buen gobierno, motivadas por la habilidad y el compromiso de saber escuchar “los sentimientos de la ciudad” a fin de responder a ellos con eficiencia y honestidad.

Convencidos de estos principios, a quienes nos convoca la defensa de los derechos culturales de los habitantes y visitantes de esta pluralidad urbana, debemos generar los necesarios vínculos con los públicos, con los creadores y con los promotores y facilitadores de las expresiones culturales, en cualquier espacio de esta extraordinaria ciudad-escenario, buscando, ante todo, la equidad intelectual como un derecho y la revitalización integral de las acciones y políticas para convertir estos “desiertos culturales” —los generados en la geografía urbana por la exclusión como política de Estado— en parajes libertarios.

Si como afirma el educador brasileño Paulo Freire “gobernar en un acto de pedagogía” porque implica una enseñanza y un aprendizaje simbióticos entre gobernados y gobernantes, a partir de este momento en el diálogo reconciliador debe regir la construcción de esa arquitectura social que sustente los consensos y que en cultura debe de ser una premisa ineludible, a fin de desterrar, de una vez y para siempre, paternalismos, mecenazgos, exclusiones y marginaciones, para así entender que los derechos culturales implican respeto a lo distinto, más que tolerancia a lo diverso; libertad ideológica, más que adoctrinamiento; y construcción de consensos, más que imposiciones.

Parafraseando al humanista inglés Hebert Spencer, estamos convencidos de que para acrecentar los sentimientos libertarios y de dignidad de los habitantes de la ciudad, su gobierno debe cultivar su espíritu a través de políticas integrales que reconozcan sus derechos culturales como cimientos de una arquitectura social fincada en la democracia y la libertad.