Ricardo Muñoz Munguía

El día no comprende a la piedra,

ella no se convence por el calor y la luz

que inmensos se posan sobre la roca sumisa.

Con el olvido entretiene su profundo silencio

y en cada noche rasga el firmamento

con la misericordia de su eterna fe

para reconstruir contra puños nocturnales

prendas sin esperanza, desganadas,

pero también esclavas y sorprendidas

por malditas mentiras amorosas

contagiadas por el hermoso animal ventarrón

o por infantiles cantos provenientes

del tren en que días y noches pasean.

No, la piedra no.

Su sabiduría lame espaldas de antiguos caminos,

bebe del cielo lágrimas del profeta

pero no se traga la carne del fuego

pues sabe de ese tren y de su destino.

El eco revende su desconfianza,

va entre el laberinto con el aullido abierto

descamisado desde su pecho hasta el abandono

pero sólo la piedra muerde sus ansias

al compás de su sordera irreflexiva

y al trote de su hermosa boca cancelada,
así, entre su llanto polvoriento y

la galería de ancestros sentenciados

con la condena de sepulturas cruentas,

ella es testiga con su mágica ceguera

de grandiosas danzas que el tiempo da

sin importarle atravesar el campo nuevo

por donde sólo ha de quedar rostros marchitos.

Y también la roca, que a todo honor

se mantiene impoluta a la seducción

del día y de sus gigantes manos.