Pequeños pies duros

 

Por Javier Fernández

 

[su_dropcap style=”flat” size=”5″]L[/su_dropcap]a locomotora Mbappé compagina la minuciosidad de una gacela con la disposición binaria de una hormiga. Entre las curiosidades suyas de las que podemos enterarnos al googlear por la vía mala, descubrimos que Kylian Mbappé es de gusto chabacano, que aprende con facilidad los diálogos del manga conservándolos en la memoria con sesgos ilustrados y voces en globos trapezoidales, y bueno, que tres veces por semana husmea en el Instagram de Naomi Russell, como uno. En la cancha es silencioso, algo enfrascado. Ante Uruguay, mientras atiende la parábola de un balón pateado deliciosamente por Griezmann, Kylian Mbappé recuerda la lección que en un patio escolar recibió del tutor de párvulos, cuando no atinaba si participar en un experimento de química. “Un minuto antes –le explicó el docente– el bebé no debe respirar y no respira, por eso no muere. Pero un minuto después –le dijo ahora, tomándolo del hombro– necesita respirar y lo hace, por esto tampoco muere. Así que, ve.” Kylian fue. El centro de Griezmann, a un pelo de ser intercetpado por una fortaleza uruguaya, acaba siendo crinado por Varane. 1-0.

La locomotora Godín singulariza el prototipo de custodio intratable, parrilla chisporroteante y perno que cierra la esclusa. A los goleadores de afiche y glamour que en momentos bravos estrenan corte de cabello, calados de loción, Godín los recibe entre alambres de púas, con rutinas de cascanueces y la facha de no haberse afeitado en dos semanas, ni bañado en dos meses. Uno confía en que su sangre será patrimonio rioplatense para vertirse en un cazo que la mantenga tibia y espumeante a fin de ser bebida por futuros energúmenos del área, que reproduzcan su estampa, sus maneras, como hizo él, a su vez, digno legatario de Diego Lugano, Hugo de León y Paolo Montero, otros que mascaban plomo. Sus manos se antojan totalmente capaces de alzar los 6 kilos de oro y malaquita de la Copa FIFA, pero no: Griezmann proyectó esa lengüeta mal capoteada por Muslera. Enmarañada en la red, la pelota tiritó unos segundos, nerviosa. 2-0.

La locomotora francesa trajina un sistema de máquinas: térmicas y pasionales, plutónicas y simples, cada cual con tareas accesorias para encaminar el croquis amplio como latifundio que ocupa la cabeza del entrenador Deschamps. Cierto, ya cebó una Eurocopa con estas mismas piezas. Dos años después parecen engarzar mejor y transcurren el mundial con el viento en las velas. Además del rasgo decididamente mestizo que ha acrisolado a las mejores generaciones del fútbol francés, esta juega entre la eufonía y la cacofonía, con talento en cada poro. Kanté timonea lo que Umtiti blinda, Mbappé propulsa lo que Pogba desperdiga, Lloris atiende eventos inesperados que Matuidi cultiva con el esmero de quien siembra tomates en el rancho, a dosis de agua calculadas no en función del volumen sino del ritmo de riego: abres la manguera una vez a la semana, por media hora. Herbáceas aparte, Griezmann actúa en este equipo como mecanismo fragante y lleno de ciencia que en su estrechez demarca una estela para iluminar lo andado y abreviar la pesquisa. Lo que me enfurece –es un decir– es que el reloj del mundial gira con velocidad despiadada mientras Antoine amansa, regula su talento con gotero. Como siga ejecutando el capote tan a cada venida de obispo olvidaré su mutabilidad infinita y ocuparé esta columna en atacarle. Muéstranos más, Antoine. Tonifica. Resurge. Su brillantez de lobo estepario hace pensar en el consorcio con Benzemá, que no pudo darse en Rusia 2018 ya sea por cautelas legales, por patrañas de la estrategia, o por un excesivo apego de Deschamps a la hipótesis intuitiva de Robert Bresson: “No utilices dos violines cuando con uno es suficiente”.

https://youtu.be/iYhn8aEAlp4