La avaricia “es un pozo sin fondo que agota a la persona en un esfuerzo interminable de satisfacer la necesidad

sin alcanzar nunca la satisfacción”.

Erich Fromm

La avaricia es el motor primero de las sociedades capitalistas, ahora neoliberales. La RAE define este vicio capital de manera muy sencilla como “Afán desmedido de poseer y adquirir riquezas para atesorarlas”. La etimología de la palabra viene del latín avaritia ligada con el verbo avere que es querer algo con una coloración ansiosa. En este sentido podemos hablar del deseo concupiscente y añadir que no siempre se pretende atesorar algo (eso depende de lo que convenga al sistema económico que a veces fomenta la acumulación y otras el derroche), sino tener dinero para comprar otras cosas, por eso prefiero hablar de “avidez”. Este hecho lleva a crear nuevas necesidades que benefician a la economía de mercado.

No se trata de un vicio que la religión haya inventado, sino de una realidad psicológica y social. Así, la entrada en el universo cultural de la persona, sea en la familia, el grupo o la educación (escolarizada o a través de los diversos medios de comunicación) puede frenar y canalizar la avidez o, por el contrario, exacerbarla. A través del tiempo muchas religiones y culturas la han contenido, como un río dentro de sus bordes, fomentando la virtud de la moderación y el contento e, incluso, de la generosidad, algo que favorece la felicidad tanto del individuo como del grupo. Recordemos el “Cuento de Navidad” de Charles Dickens en el que el avaro Mr. Scrooge trataba a todos de manera despiadada con tal de acrecentar su fortuna hasta que la visita de tres fantasmas cambió su actitud para dicha de él y de quienes lo rodeaban.

El cuento fue escrito en 1843 cuando ya ascendía la visión capitalista de la economía y de la vida. A partir de las nuevas tecnologías se promovía una economía de libre mercado, competencia y explotación de la mano de obra. En Occidente, aunado con esta economía, triunfó el individualismo sobre la comunidad. A la competencia se sumó la necesidad de aumentar el deseo de compra, lo que ha aterrizado en un muy potente sistema de mercadotecnia y publicidad cuyo objetivo es que la gente siempre desee tener más, tanto dinero como objetos, planteando al mismo tiempo que su objetivo es el disfrute de la seguridad que brinda el dinero así como los placeres a los que permite acceder, incluida la imagen inflada de sí, y ocultando que “los ricos también lloran” así como el uso excesivo de drogas legales o ilegales, incluidos los antidepresivos.

Nuestro país actual muestra claramente este vicio cuando diez por ciento de la población posee fortunas millonarias y más del 40 por ciento está en una situación de pobreza (no hablo aquí de la franca miseria). Situación que se vuelve humillante cuando no es ya una modestia feliz con el vivir cotidiano, sino que se señala y autopercibe como una condición de carencia de la capacidad de compra. Cuando el mismo sistema descalifica, ridiculiza o etiqueta a los pobres a través de frases hechas: “Es pobre porque es flojo”, “Está así porque quiere, trabajo hay”, “Para qué tienen tantos hijos” la persona se autopercibe como estando en falta, que es lo que el sistema quiere, ya que este imaginario la impulsa a querer más. El capitalismo no puede vivir sin individuos ávidos, ambiciosos y competitivos.

Además, opino que se cumplan los Acuerdos de San Andrés, se atienda Ayotzinapa, trabajemos por un Constituyente, recuperemos la autonomía alimentaria, revisemos las ilusiones del TLC, defendamos la democracia y no olvidemos a las víctimas.

@PatGtzOtero