El primer objetivo de un legislador
debe ser la educación.

Licurgo

Uno de los grandes aportes de los constituyentes capitalinos, con respecto a la construcción del marco de derechos transversales a favor de lo que antaño se llamaron “garantías individuales”, que hoy se enriquecen con la visión de derechos humanos, es, sin el menor género de duda, la determinación de expresar que el compromiso del estado soberano en el que se transformará nuestra entidad —a partir del próximo 17 de septiembre— implica el pleno reconocimiento de la ciudad como una entidad educadora y del conocimiento.

Así lo determina el artículo 8 de la carta magna que regirá el destino de la vida de los capitalinos a partir de la fecha señalada, y que convoca a las autoridades que iniciaremos la última fase de la concreción de este pacto social a reconocer la educación “como un deber primordial” (del Estado) y un “bien público indispensable para la realización plena de sus habitantes”.

La rectoría de esos principios constitucionales desarrolla líneas precisas de acción definidas en el apartado B del referido artículo, a través de las cuales se postulan las directrices del sistema educativo local, definiendo actividades concretas de coordinación con las autoridades federales, lo que —tras el resultado electoral del 1 de julio de este año— garantizará su íntegro y cabal cumplimiento.

Adaptarse a las necesidades de la comunidad y responder a su diversidad social y cultural es una obligación de las autoridades educativas de la ciudad, así como “fomentar la innovación, la preservación, la educación ambiental y el respeto a los derechos humanos, la cultura, la formación cívica, ética, la educación y creación artística, la educación tecnológica, la educación física y el deporte”, tal y como lo estipula el numeral 5 del citado artículo octavo.

Este es el sustento constitucional de los Centros Educativos Comunitarios de Innovación Social (Cecis) que el gobierno de la Dra. Claudia Sheinbaum creará en los 300 puntos más violentos de la ciudad —prioritariamente en sus zonas periféricas— y cuyo fin residirá en integrar a las comunidades que fueron sustancialmente marginadas por una administración centrada en los negocios inmobiliarios e irresponsablemente ajena e insensible a las necesidades fundamentales de sus gobernados.

La transversalidad prevista por la Constitución, como forma eficiente de coordinación en el ejercicio del gobierno, debe provocar la transformación de la metrópoli en la ciudad educadora que se describe en ese maravilloso párrafo del preámbulo de nuestra Constitución, el cual refiere: “La ciudad pertenece a sus habitantes. Se concibe como un espacio civilizatorio, ciudadano, laico y habitable para el ejercicio pleno de sus posibilidades, el desfrute equitativo de sus bienes y la búsqueda de la felicidad”, cuya riqueza conceptual humanitaria confirma la sentencia del espartano Licurgo, para quien la educación debe ser la aspiración máxima del legislador.