Por Huberto Batis

 

Juan García Ponce señala en el prólogo el “espléndido valor literario” de estas memorias, independientemente de su “valor como documento psicológico, que puede ayudarnos a ver la obra plástica” de Cuevas. El libro es amargo, terriblemente irritante, obliga al examen.

Cuevas se pronuncia contra el México “ramplón, limitado, provincianamente nacionalista, reducido a su alcance, temeroso de lo extranjero por inseguro de sí mismo”; aunque sabe que existe “un México serio, estudioso, proyectado hacia fuera como prestigio”. Cuevas tuvo que hacerse a sí mismo en mundo de sombras, de soledad, sin el estimulo de los “sindicatos de la inteligencia”, entre pintores de overol disfrazados de pueblo, en un medio hostil “el más estéril de toda América”, rechazado por un INBA “inexpugnable para lo nuevo”, preso tras la cortina de nopal”. Extranjeros lo ayudaron a “salir adelante”.

Cuevas quiso acercarse a los grandes (antes de descubrir que Rivera carecía de estructura, que Siqueiros era simples ademanes malabarísticos, que Orozco era la figura cimera admirable, que Tamayo –que debió ser “el indiscutible líder”- declinaba, se volvía mercantilista, se aproximaba a Walt Disney), encontró indiferencia, altanería, hospitalidad: “para un joven, siempre ha sido imposible en mi país, buscar el apoyo del artista a quien se admira”, “al joven se le exige sumisión y silencio, devoción incondicional o incorporación a algún partido”.

Cuevas dio la batalla, reflejó un mundo monstruoso, llegó al pesimismo, a la desesperación del perseguido; asistió a escuelas que nada le brindaron, leyó indiscriminadamente, encontró en Orozco “sustancia para encara la forma”, despreció a una clase popular que raya las pinturas, que las reviste de improperios y les vacía chapopote, abominó de las técnicas automáticas que sólo producen “maternidades proletarias”, descubrió que “hay otro pueblos que también hacen arte, además de México”, buscó infructuosamente museos, bibliotecas que le dejaran ver el arte extranjero; ganó el ostracismo de los críticos crípticos; dejó de creer que “como México no hay dos” y que “el tequila es la mejor bebida del mundo”; se convenció de que la pintura mexicana había llegado a su final feliz, porque renunció al progreso y al cambio. Al final, “la indiferencia del principio se tornó despreció, encono, calumnias”.

Entre los dibujos de Cuevas, figura abundantemente su autoretrato monstruoso, mutilado, delirante de persecución, exhibe enfermizo lo que hemos hecho con él: un gran artista.

>>Texto extraído del número 163 del suplemento La Cultura en México de la Revista Siempre!, publicado el 31 de marzo de 1965<<