El desierto representa un misterio insondable, más para quienes lo han vivido, y entre más vivido, más inabarcable. Sus habitantes se mimetizan con el entorno que se transforma en carácter, estado mental; distorsión de lo que nombramos “realidad” pero que, como todo, tiene límite, no precisamente geográfico. El Desierto es un libro infinito donde la ficción —o lo que para la mayoría representa una ficción— cohabita con la más escarpada realidad. Irving Ramírez es de los muy pocos autores mexicanos que consigue comprimir tan vastos territorios en un libro de poemas, De arenas y otros lugares, publicado por la Universidad de Coahuila. Ahora mismo podría escribirle y preguntarle: ¿Has estado en el desierto? La respuesta obvia pareciera ser Sí. Juguemos con la posibilidad de que sea No.

Muchos han escrito sobre el Desierto, unos con mayor fortuna que otros, pero es un hecho que estar allí, pertenecer allí, apabulla, miniaturiza, te deja a certeza de tu pequeñez, pero, al mismo tiempo, la de que tu humanidad se engrandece en la misma proporción. Irving Ramírez, que tiende a manejar temas problemáticos en su literatura, se ha postrado ante el gran paisaje no hecho para describirse, sino para narrarse, y más allá del aspecto estético —muy loable en este caso—, me ha llamado la atención cómo un hombre familiarizado con la playa ha capturado singularidades que son la antítesis de su hábitat natural. Un verso en particular, “En el desierto vasto, un hombre se enamora de su sed” (“Errante”). Mientras fui niña del desierto, la sed era, más que sensación; que manifestación del instinto de sobrevivencia, sentimiento equiparable con el enamoramiento. Era demasiado joven para asociarlo con el sexo, pero experimentar la sed en medio del calor desértico, y posteriormente saciarla, y experimentar un “alivio”, más bien, renacimiento, te induce, bien dice Irving, al revuelo del enamoramiento. A la gente que no ha experimentado esa sed voraz podrá sonarle a metáfora; metáfora bien lograda, en todo caso, pero se trata de uno de esos guiños poéticos que nos prodiga la Naturaleza.

Irving alude a características que sólo un sentido muy fino puede captar: el ensordecedor silencio; la tonalidad del cielo que hace pensar en una llama invertida pues su azul, no cerúleo, es el corazón cobalto de la flama, mientras que una especie de hoguera en tono “corazón negro” azoga el firmamento, logrando un efecto de panel de espejos; “El cielo sangra. Con el azul se esparce”; me topo, más adelante, con la expresión entre bobalicona y senil del abrazable camello donde, nos dice el poeta, “se ha fijado el milenio” —¿de ahí su indulgente sonrisa?— y hasta con un desierto soñado por una mariposa, la más fugaz de las maravillas del universo, junto con los babilónicos jardines virtuales referidos por Alberto Ruy Sánchez, que brotan repentinamente entre los remolinos de arena para luego desaparecer en un pestañeo. ¿Debería extrañarnos, por tanto, que la mariposa intuya ese paradójico paraíso que le llevará un pestañeo contemplar, para luego calcinarse en él?

Entre los poemas de Irving se esconden, ni tan bien, versos que constituyen redondos —y acaso impensados— haikús. No soy ducha en el tema, sólo una simple aficionada y aprendiz, pero quienes saben más que yo podrían aprobar o censurar mi hipótesis: “Mujer de vidrio que permite/Fluya en ella la sangre del polvo” (“Reloj de arena”), “Contra el olvido: La memoria es ausencia” (“Tierra distante”), “Caída libre: pacto con la perplejidad” (“Buganvilias”), tal como lo escribió él, podría haber dejado “caer la caída”, reemplazando los dos puntos por puntos suspensivos: “Caída libre…/ pacto con la perplejidad”. Algo semejante se me ocurrió con este verso que originalmente se escribe: “Una flor que se planta en el espíritu,/ es una flor que impregna El verbo”. Lo imaginé escrito así: “Una flor que se planta en el espíritu/ es una flor que impregna:/ El Verbo”.

No hace mucho Irving Ramírez me sorprendió en su carácter de narrador y vuelve hacerlo como poeta. Es una excepción que confirma la regla: no todos los narradores son pésimos poetas. Hay poetas que son novelistas porque tienen demasiado qué decir… pero eventualmente descubren que la Poesía permite abrazar el exceso —el desierto es un excelente ejemplo— e imitar la transitoriedad de lo divino.