Con diversos nombres, a través del tiempo, puede considerarse que la guardia personal del presidente de México ha existido desde que existe la figura presidencial, creada en 1824.

En ocasiones, ha sido dirigida por hombres de verdadera fuerza en la confianza presidencial. Me han platicado de Radamés Gaxiola, de José Gómez Huerta y de Miguel Ángel Godínez, quienes llegaron a ser indispensables para sus presidenciales jefes, Adolfo Ruiz Cortines, Adolfo López Mateos y José López Portillo.

Quizá sus funciones hayan ido cambiando en esos casi 200 años. Es de suponer que, en tiempos pretéritos, no tenían las funciones de inteligencia y de logística sino que se restringían, básicamente, a las tareas de la seguridad y de la protección del jefe del Estado. En algún momento, quizá muy paulatino, se irían incorporando las funciones de ayudantía y de protocolo oficial.

En esto último, a ellos se deben muchos de los inventos de protocolo que son verdaderas reglas de armonía, sobre todo dentro del alto equipo de un presidente. Por ejemplo, citaría el “orden de precedencia”. Éste es un orden que determina en que prelación deben sentarse los secretarios de Estado, bien sea en la junta, en el evento, en el presídium, en el comedor, en el autobús o en el avión.

Con esto se evitan zafarranchos por un asiento o resentimientos por el acomodo que se designó o celos por estar mejor ubicado. Cada quien sabe dónde está su lugar y que eso no tiene nada que ver con una preferencia ni con una predilección.

Pero, desde luego, su función más importante es la de la protección del más alto gobernante. Por eso, ahora nos resulta desconcertante que el futuro presidente decida prescindir de ése organismo, con todos los riesgos que ello supone para la vida institucional de la nación. El presidente no se debe cuidar por miedo ni por presunción. Se debe cuidar por responsabilidad.

Por fortuna, es cierto que los mexicanos no tenemos una amarga historia de magnicidios presidenciales. En los siglos XX y XXI fueron asesinados tan solo dos presidentes, pero con un ingrediente muy especial. Se trató de verdaderos golpes de Estado y no de homicidios meramente irracionales.

Las muertes de Francisco I. Madero y de Venustiano Carranza se debieron a deliberaciones de grupo y a la sustitución plena de sus regímenes. El Pacto de la Embajada y el Plan de Agua Prieta no fueron una mera trama criminal sino una revuelta política en busca del poder. Huerta y Obregón querían ser presidentes, como habrían de serlo, y eso los impelió a la trama de una acción. En cambio, Lee Harvey Oswald y John Wilkes Booth solo querían matar a John F. Kennedy y a Abraham Lincoln, no sucederlos en la Casa Blanca.

Quizá, por eso, López Obrador se atiene a un silogismo aristotélico que no es fácil de contradecir y que se enunciaría de la siguiente manera. Si los asesinatos presidenciales mexicanos han sido golpe de Estado y no crimen irracional, entonces son un problema de estabilidad y no de seguridad. Y si el Estado Mayor se encarga de la seguridad y no de la estabilidad, entonces no tiene nada qué hacer para evitarlo.

Pero a muchos mexicanos nos preocupa. La ausencia de Andrés Manuel yo la imaginaría como algo terrorífico para la nación. Me imagino al morenista Congreso de la Unión eligiendo a un sustituto. Quizá Claudia Sheinbaum, quizá Delfina Gómez. ¿Ahora sí ya se asustó, estimado lector, allí le paro o, si quiere, piense en otras pesadillas peores? Me tranquilizaría que eligieran a Olga Sánchez Cordero, a Marcelo Ebrard o a Esteban Moctezuma. Pero no estaría muy seguro de que así procedieran.

Por eso deseo y muchos desean que el próximo presidente rectifique su decisión. Quizá que modere el tamaño, quizá que reduzca el gasto, quizá que ajuste los estilos. Pero que tenga la debida protección y seguridad que tienen los mandatarios de todos los países civilizados. El presidente de la república es un valor nacional. Todos debemos cuidarlo y él debiera ser el primero en hacerlo.

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