Por Guillermo Fajardo

 

[su_dropcap style=”flat” size=”5″]L[/su_dropcap]os votos no deberían ser un cheque en blanco. El dinamismo político no debería significar desbordamiento discursivo. Las ansias por gobernar no deberían traducirse en capital político perdido. El futuro presidente López Obrador luce desfasado en sus acciones aunque sea porque lo que se pensaba como un nuevo tipo de sinceridad política resulta más bien pantomima mediática. La designación de Manuel Barlett como director de la Comisión Federal de Electricidad se entiende únicamente desde la perspectiva numérica que otorgó la reciente elección presidencial: los cálculos de AMLO se dan a partir del voto masivo a su favor y no a partir de los perfiles públicos de su gabinete.

No puedo dejar de preguntarme si la perenne actividad de López Obrador viene por unas ansias profundas por establecer, desde ya, las bases de su Cuarta Transformación —me recuerda mucho, por su forma, al Pacto por México del Presidente Peña Nieto— o debido a la necesidad explícita de comenzar a desplazar los restos de la presidencia que se va. López Obrador actúa como presidente para que el costo político de sus decisiones no llegue hasta el primero de diciembre. El poder público otorgado a MORENA huele, a veces, a continuidad. Si por un lado López Obrador pretende imponer una constitución moral, ¿cómo le hará el morenismo para presentar un decálogo de virtudes cuando posee en su seno personajes de dudosa moralidad?

El problema de establecer patrones de moralidad desde la administración pública no es tanto la completa disolución del estado laico —de por sí un hecho terrible— sino acaso una mezcla de pesadilla pública en donde el poder se impone a partir de una noción del bien y del mal que niega cualquier particularidad, cualquier experiencia personal, cualquier punto de vista que no sea el que la constitución establezca. Si el priismo representó, durante buena parte del siglo XX, una especie de universo total mediante ciertos mitos político-históricos —las promesas de la Revolución, por ejemplo— MORENA amplía esa táctica universalista mediante la imposición de una serie de mandamientos que prescriben conductas. No recuerdo al partido de derecha, el PAN, argumentando la necesidad de una constitución moral. Se opusieron al matrimonio igualitario y al aborto pero no desde la moral, sino desde la ley. Interpusieron recursos legales para evitar su realización. Fueron derrotados en las cortes, no en el confesionario.

El peligro de una estrategia moral que viene desde el poder es que maquilla abusos bajo el pretexto de una distinción clara entre bien y mal; entre vicio y virtud; entre aplauso y reproche. Será voluntad del Presidente la forma de vivir de cada uno. Será la moralidad presidencial la que indique si cierta conducta se ajusta a los parámetros virtuosos de la nueva república. Ignoro si Manuel Bartlett ya pasó una especie de bautismo de fuego para ser ungidos al lado del incólume futuro presidente. ¿Será la fidelidad a su figura lo que busca López Obrador como brújula inequívoca de virtud?

La política se concibe como un juego sucio en donde sus habitantes pactan; negocian y traicionan —siempre desde la legalidad— como estrategia para alcanzar el poder. No es una actividad para los flojos de corazón. Habrá quien cruce a sus amigos para alcanzar un puesto mejor; habrá quien se mantenga leal a un proyecto en el que cree. López Obrador confunde las estrategias políticas con la ilegalidad. Por supuesto que los desvíos de recursos; las licitaciones públicas en las que se beneficia a una minoría; los líderes sindicales que se aprovechan de los sindicalizados deberían ser castigados con la cárcel. Nadie discute que quien actúe de manera ilegal reciba el castigo que la ley indica. El problema viene cuando se piensa que ajustar ciertos patrones morales y ponerlos en un documento bastará para limpiar conciencias y conductas. En lugar de instituciones con atribuciones legales amplias, como una fiscalía autónoma, López Obrador edulcora la impunidad con una Constitución Moral que servirá para todo menos para acabar con la corrupción.  

Así como muchas de las promesas de campaña que lucían cuerdas han sido reveladas como innecesarias —la venta del avión presidencial, por ejemplo, pues se perderá dinero; descentralizar secretarías como si el cambio fuese gratis— López Obrador ha cambiado la fiscalía autónoma por una Constitución Moral. No sé quién podría aplaudir un cambio así. ¿Alguien votó para que la administración pública federal viniera a enseñarnos la verdad sobre el bien y el mal? ¿Una votación masiva como la que tuvo López Obrador el 2 de julio le permite convertirse en nuestro confidente moral?

Necesitaremos confesionarios públicos y absoluciones que quizá nos darán en alguna ventanilla de alguna dependencia. Nos sentiremos bien con nosotros mismos. El cambio es posible. Basta ver el caso de Manuel Bartlett para darnos cuenta, por primera vez en la historia de México, que el pasado político se borra con una dosis de arrepentimiento público, una ética recién descubierta y la certeza de que ni los fiscales autónomos ni los jueces sirven para que los políticos y los partidos no violen la ley.

Alguna vez, Peña Nieto dijo que la corrupción era una cuestión cultural; López Obrador parece pensar que se trata de una cuestión moral. Ninguno lo entiende: la corrupción y la impunidad no se arreglan alzándose de hombros, como Peña Nieto; pero tampoco prescribiendo conductas morales, como López Obrador. La corrupción se ataca con instrumentos legales y con fiscales independientes.

Nuestro futuro presidente piensa que la sotana es suficiente.