Comer y amar, cantar y digerir; esos son a decir verdad, los cuatro actos de esa ópera bufa que es la vida yque se desvanece como la espuma de una botella de champaña.
Gioachino Rossini

Comer y beber agua son actos necesarios para el ser humano, pero también son un gozo para los sentidos, procuran una sensación de bienestar, más aún si lo que se bebe no es agua simple sino alguna bebida espiritosa. Antes de la era industrial, sin embargo, sólo los que pertenecían a una clase social privilegiada, aristócrata o de la alta burguesía, podían darse comilonas. Y esto, en todo tipo de latitud. En China la gordura era vista como un signo de bienestar económico. En la era preindustrial la mayoría de la gente comía según una medida posible y, a veces, con poca variedad en su dieta, sobre todo de productos animales. Hoy en día, esta modestia en el comer sigue dándose en muchos países, regiones y clases sociales. Atracarse de comida y bebida es un lujo para pocos, pero esos pocos han aumentado en el mundo por el crecimiento poblacional y por la producción industrial y técnica de alimentos (cuya calidad nutricional disminuye cada vez más).

La RAE define la gula como “Exceso en la comida o bebida, y apetito desordenado de comer y beber”. Refiere a un consumo excesivo de bebida y comida. En El Purgatorio de La Divina Comedia de Alighieri, los golosos se encontraban entre árboles de frutos que no podían alcanzar, no poder satisfacer su apetito era su tormento. Lo que un apetito ordenado indicaría es que uno come y bebe lo necesario para vivir y, quizá, para obtener cierto gozo de ello (recuerdo la anécdota paradójica que narra cómo Francisco de Asís, el santo defensor de la Señora Pobreza, decía que en Pascua hasta los muros deberían de comer carne) así como para permitir que otros tengan acceso al alimento; el apetito (“impulso instintivo e intenso que lleva a una persona a satisfacer necesidades o deseos”, RAE) es desordenado cuando se vuelve un objetivo en sí mismo al que hay que satisfacer a toda costa desconociendo cualquier límite.

El Occidente moderno y técnico prometió eliminar el hambre del mundo, pero también excitó la gula en los ciudadanos/consumidores: las tiendas de comida y los restaurantes abundaron para las clases medias, pues la producción de alimentos industrial y química es mucho más barata que la artesanal y orgánica, aunque mucho más cara a nivel ecológico. Sin embargo, esta abundancia nunca ha llegado a los más necesitados. La comida se ha vuelto una mercancía que explota una necesidad y un deseo. A la larga la gula ha llevado a la sociedad de consumo a ingerir un exceso de químicos y sustancias nocivas al cuerpo que causan cáncer o enfermedades cardiovasculares; a destruir la tierra labrable y contaminar la tierra, el agua, el aire; a llenar un vacío espiritual con alimentos y bebidas.

Termino con una anécdota. En el siglo XIX en el que el capitalismo ya señoreaba, Gioachino Rossini suspendió su actividad como compositor antes de los cuarenta años para dedicarse, junto con su segunda esposa, a su otra pasión: la comida. No sólo comía en exceso, sino que creaba recetas. Cuéntase que llegó a ser una persona muy obesa. El epígrafe de esta columna habla de su amor por la comida, pero su referencia a la ópera buffa de la vida y su inminente fin lo relacionan con una angustia existencial (dicen que Rossini sufría de depresión) que también es propia de un tiempo presionado por una gula generalizada que no tiene fin pues es excitada para el fin del libre mercado.

Además, opino que se cumplan los Acuerdos de San Andrés, se atienda Ayotzinapa, trabajemos por un Constituyente, recuperemos la autonomía alimentaria, revisemos las ilusiones del TLC, defendamos la democracia y no olvidemos a las víctimas.

@PatGtzOtero