Marco Tulio Aguilera Garramuño

Al haber llegado a la madurez de su vida y a la plenitud de su arte, un pintor quiso pintar cuadros que sabía estaban en sus manos y en su imaginación. Serían cuadros diferentes a todos los anteriores, semejantes sólo a sí mismos, sorprendentes de tan sencillos y con profundidades que dejarían pasmados a los espectadores. Como si en esos cuadros no estuviera representada la vida, sino el mismo significado de la vida, como si esos cuadros no fueran la representación del mundo, sino el mismo origen de todo. El pintor estuvo toda una semana ante el lienzo, con el pincel en ristre y la paleta de los colores en la mano derecha. Durante siete días llegó el anochecer sin que el pintor se atreviera a seleccionar un solo color o a aventurar un triste trazo. Finalmente decidió abandonar la empresa y consolarse con las figuraciones de la noche.

Los cuadros que habían salido de sus manos eran agradables y a todo el mundo gustaban discretamente. Pero a él no. Reconocía que en ellos faltaba algo. Llegó un momento en que comenzó a aborrecerlos. Y tomó la decisión de destruirlos. Uno a uno fue cortando paisajes como espejismos, criaturas delicadas, cielos de colores insólitos, aguas que de tan prístinas invitaban a la santidad. Pero, ay, al pintor todo aquel espectáculo de colores y formas le causaba repugnancia. Le parecía vacío e inútil. Todo lo rompió, lo hizo trizas con silenciosa indiferencia.

Después de destruir sus cuadros y de permanecer otro mes ante el lienzo vacío decidió hacer un viaje. Llevaría consigo apenas lo básico para sobrevivir y la tranquila certeza de que en el camino encontraría la respuesta a sus angustias. Tras varios meses de recorrer el país le tocó alojarse en un hotel en medio del bosque y del silencio más impresionante. Se acostó cansado, dispuesto a dormir. Apenas estaba vislumbrando los primeros bordes del sueño comenzó a escuchar suspiros. Ay, ay, ay, suspiraba una mujer en la habitación vecina. Conocedor del mundo, el pintor no le prestó atención al asunto. Se metió bajo las cobijas y cerró los ojos. Durmió unos instantes y luego volvió a escuchar ay, ay, ay. Se removió inquieto y regreso al sueño.

A media noche volvió a despertar. Los suspiros continuaban. Ay, ay, ay.

El pintor se sentó en la cama y meditó. Aquello era algo poco usual. No había sufrimiento en aquellos suspiros, tampoco pena, sino algo como un suave gozo, como una añoranza o resignación por lo que no llegaba y un doloroso deleite de sospechar que quizá llegara o quizá no.

El pintor sonrió y volvió a la cama. La vida tiene sus pequeños misterios y hay que saber respetarlos. La curiosidad puede matar el cuadro, pensó.

A las cinco de la mañana de nuevo estuvo despierto. Los suspiros seguían. Ay, ay, ay.

El pintor, casi feliz, sabiéndose irresponsable y con una arista de culpa, decidió develar el misterio. Buscó la forma de observar lo que sucedía en el cuarto vecino. Con una navajita comenzó a rascar suavemente la leve pared al mismo tiempo que los suspiros acompasados como un batallón en marcha retumbaban en la catedral del bosque. Ay, ay, ay, ráscale, ráscale, ráscale. Hasta que al fin pudo ver lo que ya había imaginado, pero no comprendido.

Tendida sobre la cama había una mujer, una mujer como cualquier otra, con sus bellezas inobjetables y sus nimios defectos, pero que tenía en su rostro una expresión de espléndida felicidad, de paz, de gozo.

Al lado de ella estaba un hombre que la acariciaba con la lengua (el hombre tenía las manos unidas tras su cuerpo, mas no atadas, en un acto de voluntad que se le antojó al observador, heroico), la acariciaba con una paciencia de gota sobre la piedra de los siglos, de ola sobre la arena, de sombra bajo el árbol, la acariciaba con trazos levísimos y lo hacía con tal minucia, que uno pensaría que no deseaba dejar nada al azar y que del trabajo de aquel hombre dependía no sólo el placer, sino la belleza y la vida de aquella criatura que yacía sobre la cama suspirando.

A la mañana siguiente el pintor decidió abandonar sus vacaciones y regresar al trabajo. Volvió a su estudio y comenzó a pintar. Pintó exactamente lo mismo que había pintado antes del paseo, pero ahora lo hizo con un esplendor asombroso.

Cuando le preguntaron su secreto, el pintor no dijo ni una sola palabra. Solamente sonrió, mientras pensaba que la vida tiene sus secretos y que hay que saber respetarlos.