En toda época y civilización, la guerra siempre estará de moda, con o sin un dios de su lado. El instinto de muerte se ha impuesto sobre Eros, incluso en quienes propugnan a este último como “valor universal”, si es que los “universales” son posibles, cosa que no creo. Lo cierto es que nada existiría sin su contrario, y así como el exceso de vida produce muerte (por ejemplo, las catástrofes ecológicas por la sobrepoblación, por la multiplicación irracional de gente que exige nuevos espacios para vivir y reproducirse), así de la muerte surge vida y, de la guerra, paz. Pero: ¿qué tipo de vida sobreviviría tras un desastre nuclear o biológico? ¿Qué resentimientos ante la barbarie gratuita y la impotencia no se gestarían? ¿Ha existido la “paz” impuesta por la guerra? ¿Qué tipo de “paz” y a quiénes beneficia?

Todos sabemos que la guerra es un gran negocio, tanto para los fabricantes de armas como para los gobiernos que invirtieron en ella y vencieron. El pillaje nunca ha visto el rostro del otro, y el conflicto es parte esencial del ser humano, quien cuando llega al poder, enmascara sus intereses con ideales (o temores) públicos. Ni siquiera un idealista como Tomás Moro pudo escapar de la justificación de la guerra: “Los utópicos abominan de la guerra como cosa bestial (…) A pesar de ello, se ejercitan en la disciplina militar no sólo los hombres, sino también las mujeres (…) No emprenden la guerra por razones vanas, sino para defender sus fronteras, para expulsar a los invasores del territorio de un país amigo, o, compadecidos de algún pueblo oprimido por la tiranía, para emplear sus fuerzas en librarle del yugo y de la esclavitud”. ¿No han sido, al menos las dos últimas, justificaciones que han ocultado intereses de explotación y dominio, y que en el fondo encierran un horror hacia el otro, y un prurito por aprovecharse lo más posible de él y de su tierra? En realidad, el poder militar tiene el deber de ayudar a sus hermanos (el poder económico y el político) para que éstos no disminuyan de estatura.

Hoy la sociedad civil está cada vez más al margen de los inmensos pulpos económicos, de los monopolios y corporaciones espectaculares, pero cuestiona con mayor ímpetu a sus “líderes”, por lo menos en Occidente. No obstante, vivimos una carencia de auténticos mitos sociales que actúen con verosimilitud y apegados al clamor de las mayorías indefensas, que estén aliados, no con la legalidad, sino con la legitimidad. Ante tal ausencia de conductores, la impotencia social se vuelve cada vez mayor.

Pero hagamos un poco de historia. Pierre-François Moreau, en “La paz de Dios”, nos informa que en 1027, en el sur de Francia, “un concilio decide prohibir a todos pelear durante los días litúrgicos” (las cursivas son mías). Con los años, se hará lo mismo en distintos lugares. Para decirlo en otros términos: “Pueden ustedes matarse y pelear todo lo que quieran, menos en los días reservados al control y poder eclesiásticos”, lo que se traduce en un arma de control social. El supuesto poder “divino” interfiere en el temporal para controlarlo, pero cuando al primero le conviene torturar, quemar, perseguir, asesinar o realizar bautismos forzosos, lo hace sin reparos. El mismo Moreau puntualiza que después de 1043, “la paz de Dios no es más la tregua impuesta por los dignatarios del clero, sino el instrumento que utiliza el poder central para administrar su territorio”. La llamada Paz Christiana se instituirá de modo más sistemático a finales del siglo XII… con la inquisición.