Hoy se polemiza mucho, entre muy diversos politólogos, sobre si la política y su cientificidad tienen un futuro certero o, por el contrario, si se encuentra en franca agonía, visto en todo el planeta y no tan solo en México.

La síntesis del debate podría centrarse en lo siguiente. Por una parte están quienes afirman que los gobiernos se han burocratizado y maquinizado, al mismo tiempo que se han desideologizado. Que, hoy, el gobierno es una institución que, cuando mejor, sería inteligente, eficiente y decente. Pero nada más que eso. Sin ilusiones ni ideales ni esperanzas. Tan solo ventanillas y expedientes.

Por otra parte están quienes consideran que los gobiernos requieren la suficiente dosis de ideología política que les permita no solo trazar y verificar su rumbo presente y futuro sino, además, estar en condición de enfrentar las graves crisis que, en ocasiones, flagelan a las naciones, por fuera de las ventanillas y al margen de los expedientes.

En lo personal, creo que mucho depende de las circunstancias. La política ideologizada es indispensable en aquellos países muy poblados, con muchos rezagos o con muchos intereses. México y 30 países más estarían entre ellos. Los otros 170 países son muy pequeños o tienen todo resuelto o nada pueden resolver. Finlandia y Austria tan solo requieren un gobierno eficiente y no filosófico. Haití y Burkina Faso no requieren gobierno sino otras cosas.

Ortega y Gasset dijo que la política es, sin más, lo que puede hacerse, desde el gobierno, por una nación. No por el gobierno, que sería administración pública. No desde fuera del gobierno, que sería demanda social. Por la nación pero desde el gobierno.

Por otra parte, cuando hablo de la relación entre filosofía y política no me refiero a una abstracción intelectual difusa. Me he confesado como alguien que tan solo cree en la política real y a esa me atengo. Algunos respetados conferencistas han calificado mi visión de la política como “descarnada”. Nunca me ha incomodado esa opinión porque estoy de acuerdo con ella.

A lo que me refiero es a esa ecuación por la que el gobernante descifra lo que es importante para su nación y, además, lo que solo puede hacer él y nadie más. Recurro a un ejemplo.

Richard Nixon jamás se preocupó por los formularios tributarios ni por los límites de velocidad ni por los permisos administrativos. De ello se ocuparían sus recaudadores, sus gendarmes y sus inspectores. En cambio, él quiso desligar a Estados Unidos del patrón oro y lo desligó cambiando, con ello, el sistema monetario internacional. Él quiso lograr la apertura con China y lo logró complicando, para la Unión Soviética, las cuotas de poder. Él quiso aprovechar los beneficios del embargo petrolero y los aprovechó, utilizando a Faisal como su principal embajador comercial. Él quiso tener en Oriente Medio un vigilante leal, armado y bien pagado y lo tuvo en el Sha Reza Pahlevi. Él quiso terminar con la guerra de Vietnam y la terminó, aún con el disgusto de los militares y de los marchantes de armas.

Pero, además, está el factor de la unicidad. Nadie de los suyos podía hacer lo que Nixon hizo, por inteligente o eficiente que fuera. Henry Kissinger no podía decidir qué se haría con China ni con el Sha. George Shultz no podía resolver qué se haría con el oro, con el petróleo ni con Faisal. Y Elliot Richardson era totalmente impotente para disponer qué hacer con Vietnam. Solo Nixon podía romper monedas, abusar de embargos, traicionar aliados o, por otra parte, cancelar masacres, tal como hizo todo ello.

Esa es la verdadera y real política.