Por Gastón García Marinozzi*
I
La vida es como un huracán. Nace y muere entre gritos y no se conoce la paz sino en el interior más profundo. Si uno pudiera ponerse en el lugar exacto del vórtice desde donde se expande la violencia del viento, ni siquiera se despeinaría. Allí, hundida, invisible y sosegada, está la ilusión de la vida. Luego, es la lucha salvaje por la supervivencia. Es avanzar dejando atrás la huella de su paso, arrancando las raíces de los árboles, volando los techos, destruyendo el camino. Si uno está en el centro del huracán no puede ver el daño al que se somete a los demás. Piensa, engañándose desde que nace hasta que muere, que apenas sopla una brisa que refresca la existencia. Pero no. Es duro darse cuenta de que uno también es un vendaval destruyendo todo a su paso.
Una mañana desperté y Mía estaba a mi lado. La noche anterior regresamos de la facultad y dormimos por primera vez juntos. Al entrar a la casa, ella fue directo al estudio donde estaban mis cuadros. Por fin los veo, dijo. No había muchos, acaso unos seis o siete, y todos estaban inconclusos. Están increíbles, dijo Mía sacándose el abrigo rojo.
Parecen de verdad, comentó. Le respondí que no eran de mentira.
Allí mismo, entre mis cuadros que no eran ni de verdad ni de mentira, hicimos apurados el amor, sin siquiera quitarnos toda la ropa. Al acabar, continuábamos ansiosos y nos seguimos besando entre el aroma a nuez y a linaza de los óleos y al thinner de los pinceles sucios. Luego regresamos al comedor, abrimos una botella de vino, una lata de sardinas que cenamos con unos tomates asados con un poco de aceite de oliva y orégano.
Sentados uno frente al otro, mirándonos con la timidez de los que se observan y acaban de descubrirse en el sexo, hablamos de lo que siempre hablaba la gente como nosotros en esa época: la guerra de los Balcanes, lo que había dicho el ministro de economía, el libro de Debord que nos había pasado un profesor, cosas así que nos alejaran de la vergüenza de parecer frívolos, pero la verdad es que lo único que queríamos era ir a la cama.
Volvimos a hacer el amor y, al cabo de un rato, nos quedamos tirados, tomados de la mano, sintiendo el fresco de la noche lluviosa que entraba por la ventana. Mía se recostó sobre mi panza, acomodó su pelo por mi pecho y entrelazó sus piernas con las mías. Se había puesto la camiseta del Barcelona que me había traído mi hermana. Le hizo un nudo en la cintura, lo que le remarcaba la figura y los pezones. Prendió un cigarrillo con el zippo que le había comprado a un cubano a la entrada de la facultad. Fumaba pausada, lenta, suave, y yo observaba sus dedos largos mientras seguíamos acariciándonos.
Enganché los dedos de mi mano derecha en el elástico de su bombacha, y en esa natural quietud veíamos la tele, pasando de canal en canal, apretando los botones del control remoto, viendo recetas de cocina, evangelistas obrando milagros, mesas de debate político sobre la dictadura, venta de aparatos de gimnasia y algo de porno inapreciable en esos canales codificados que no pagaba. Yo podía ver sus ojos reflejados en la pantalla de la televisión, iluminados por la escueta brasa del cigarrillo cada vez que inhalaba, y también podía darme cuenta de que estaba dispuesto a enamorarme en ese mismo instante.
Nos quedamos en un canal que estaba dando El Padrino y volvimos a acomodar nuestros cuerpos para poder ver mejor la película, sin separar las piernas, ni su pelo de mi pecho, ni mi mano de su cintura. A la vez que nuestras pieles iban encontrando el punto de encuentro de la temperatura, parecía que empezábamos a sincronizarnos en los latidos del corazón. ¿Cuántas veces pasa esto en la vida? ¿Es real? Esto es imposible, me dije. No puede ser verdad. Pero estaba pasando. Tampoco era mentira. Pasó en un segundo, un minuto. Pasó, y ya. En ese mismo momento, en la tele, Vito Corleone acariciaba un gato y le decía a Bonasera: ¿Por qué fue a la policía? ¿Por qué no vino a mí primero?
En el reflejo de los claroscuros de la escena podía ver a Mía fumando. Sentía su peso concreto sobre la piel que cubre mi pecho, mientras enganchaba mi dedo a su ropa interior como quien se amarra a un bote en medio del naufragio. En ese mar, arrastrado, tuve la sensación de que por fin estábamos inaugurando, sin pompas, sin ruidos, el mundo nuevo en el que íbamos a vivir para siempre. Un mundo nuevo que, nos dimos cuenta en ese momento, ya conocíamos de memoria.
En eso, Michael Corleone entra a la boda de su hermana de la mano de Kay. Se sientan en un discreto margen desde el que observan la escena familiar. Se sirven de la jarra y beben. Se ríen. Ella está contenta porque cree entender quién es Michael. Si bien nunca lo sabrá, ahora no sabe que no lo sabrá. Por eso sonríe. Lo mismo nos pasa a todos. Él, hasta ese momento, el joven que había destacado en el ejército, pensaba que el destino y el futuro eran materia moldeable por su propia voluntad. Pero las cosas ocurren en un segundo y se definen sin querer, y la mayoría de las veces sin darnos cuenta. Como ahora yo, que toco a Mía, y que Mía me toca a mí. Las cosas pasan y ya. Como el latido de mi corazón latiendo a la par de los latidos del corazón de Mía. Un segundo, un momento. De esos momentos que crees que nunca van a suceder. Y pasan. Como cuando eliges ser cobarde o ser valiente. Ahora somos valientes. Y cuando intentas preguntarte por qué pasa lo que pasa, no encuentras respuestas, y tal vez solo la mentira tenga una explicación para lo que estamos viviendo.
Lo mismo le sucede a Michael, a este Michael que se llama como yo, que observa todo a su alrededor, y que por un segundo, solo en ese segundo, todo brilla. Ve la luz que se posa sobre él y hace lucir las condecoraciones de su traje militar, la hebilla del cinturón que lo contiene, mira cómo esa luz ilumina la sonrisa curiosa, ilusa, de Kay, el sombrero, el collar de perlas, los lunares en el rojo vivaz de su vestido, los gestos del amor, como debe ser el amor: claros y concisos a pesar de todo; la alegría de la ilusión, las vidas radiantes de dos jóvenes que se miran uno a otro y que ambicionan cambiar el mundo a base de cariño y valor.
Esa luz, esa luz que todo lo hace infinito, pero que de pronto se torna opaca: Michael ve que ahora, en un momento, en otro momento imperceptible del paso del tiempo, ya nada brilla y esa luz también se corre de sus pensamientos y entiende cuál es la única verdad posible. Esta es su familia, él es el hijo de su padre. Busca otra vez la sonrisa de Kay, y sigue intacta. Sonríe, porque solo la mentira le permite sonreír. Sabe que solo puede aferrarse a ella con otro gesto, otro modo, otra vida que únicamente es posible lejos de la verdad.
Respiro profundo como si también lamentara lo que Michael devela. Ahora que estaba viendo otra vez El Padrino, y estaba entendiendo, por fin, ese gesto mínimo, esta escena de un segundo, dos segundos, tres segundos en el que el mundo se pone en orden y nos volvemos cobardes. Las cosas son así, pensé, cuando tenía a Mía entre mis brazos casi dormida, Mía que se sobresalta ante mi suspiro profundo y con su mano acaricia mi pecho dando unos golpecitos con los dedos, sus dedos largos, como quien intenta calmar a un animal nervioso, como se calma a los perros cuando ladran asustados por la lluvia. Despierta, me da un beso, y me dice qué lindo que sos, Mike y enciende otro cigarrillo que ahora fumamos entre los dos.
—Acá es donde Michael se da cuenta que nunca dejará de ser un Corleone, le digo.
—Qué suerte, me responde, si no, no tendríamos película.
En la mañana me despertó el aire fuerte que golpeaba las ventanas. Mía seguía dormida, y me levanté a hacer café. Regresé a la habitación con las dos tazas, esquivando nuestras ropas en el suelo, su abrigo, mis Converse, y me quedé observando cómo dormía boca abajo con la camiseta arrugada, con una pierna y una nalga, la del lunar, descubiertas de las sábanas y el edredón. Se había quitado la bombacha en algún momento. Bajé un poco la calefacción. Volví a pensar en esta noche, en cómo nos besamos por primera vez, cómo llegamos a casa, y también en Michael Corleone. Fui al estudio, tomé una libreta y una carbonilla y empecé a hacer varios dibujos y a tacharlos de inmediato: el cuello de Mía, el lunar de su hombro, tenía varios que iba descubriendo, la sonrisa de Al Pacino, la lluvia detrás de las cortinas. Esa sonrisa me salió demasiado benévola, me quejé. Arranqué las hojas y las tiré en la caja de cartón donde estaban las notas de los diarios que hablaban de mis exposiciones que no llevaban mi nombre, de mis cuadros que tampoco eran míos.
Oí un estruendo en la calle. Cayó el anuncio de venta del edificio del frente: ciento veinte metros cuadrados, tres habitaciones con baño privado, roof garden, dos estacionamientos. Vi esos departamentos abandonados y sin estrenar, y me vi sonriente en el reflejo y me pregunté si a mí sí me correspondía al menos un gesto de bondad.
No supe qué responderme, pero igual seguí sonriendo: ahora mismo tenía mis cuadros, tenía a Mía y tenía al viento.
En la cocina había entrado un poco de agua. Durante la noche la lluvia había empeorado. Mía se levantó y puso a calentar el café en el microondas y encendió la radio que siempre estaba sobre la mesada de la cocina. En las noticias hablaban de las fuertes corrientes de aire que estaban arrasando la ciudad desde ayer, que se habían caído varios árboles, carteles, semáforos, que pedían a la gente que no salieran a la calle, que lo evitaran al menos hasta que amainara la fuerza del ventarrón, y que aún no se sabía de heridos, ni de muertos. Que se suspendían las clases, quienes tuvieran, porque la huelga de maestros en la universidad llevaba más de un mes. Que no se pusieran debajo de los árboles. Las sirenas de los bomberos y de las patrullas de policía irrumpían sobre ese soplido feroz. Un huracán en plena ciudad. Increíble, esto no puede ocurrir aquí. Cuándo viste algo así. Pero estaba ocurriendo. En ese momento llamó mi padre, quería saber si estaba bien y si sabía dónde estaba Rodrigo, que anoche no vino a dormir a la casa, me dijo. Seguro está bien, traté de calmarlo, pero se cortó la conversación porque el teléfono dejó de funcionar y a los cinco segundos se fue la luz.
¿Un huracán aquí? Qué cosa más rara, dijo Mía. No me lo puedo creer. Pero estaba ocurriendo. Como ocurren las cosas, sin que nadie sepa por qué. Nunca estuve en medio de un huracán, dijo, emocionada. Salgamos a la calle. Nos vestimos y bajamos corriendo las escaleras. Cuando salimos, una ráfaga casi tira a Mía. Ella se agarró fuerte de mi brazo y empezamos a caminar, a simular unos pasos de baile. Ella era un punto rojo en medio de la tromba y yo giraba a su alrededor. ¿Cómo sobrevive un colibrí a un huracán?, me preguntó. Nos reímos, estábamos empapados, muertos de frío. Mía me besaba. Éramos los únicos en la calle. Un huracán.
Y así empezábamos a vivir juntos; así, atravesando el viento.
II
Conocí a Mía en la facultad, en las primeras reuniones del Centro de Estudiantes. La noche que empezó el huracán era la quinta o sexta vez que nos veíamos. Esa noche acabamos sentados en el suelo y nos dimos un beso. En esas juntadas del Centro, los delegados de varias facultades empezábamos a organizar los escraches. En uno de los encuentros anteriores, Mía nos había contado la historia de un tipo, un señor mayor, de unos ochenta años, que ella conocía muy bien, y que a pesar de que parecía un viejito amable y benévolo, había sido uno de los cabecillas del régimen, de esos que habían producido un daño enorme a mucha gente. Uno podía cruzárselo en la calle, en la panadería, o en la sala de espera del dentista, y ese viejito amable y educado y sonriente traía consigo un historial de decisiones, de asesinatos y de muertes. No era el único. Sabíamos que había muchos como él en la ciudad y en el país. No era un número infinito de miserables. Eran unos veinte o treinta, una élite, pequeña, que podríamos identificar, reconocer, denunciar. Escrachar. Empezamos a usar esa palabra que usábamos para otras cosas, acaso más íntimas o coloquiales, con este tono más político. En nosotros todo era político. No sé quién fue el primero que la usó para esto, pero se hizo muy natural desde el principio. Hay que escracharlo, dijo alguien, ¿fue Pablo?, muy probable, cuando Mía contó por primera vez que había gente como esta libre por la calle.
Esos tipos fueron el cerebro de todo lo que pasó, pero nunca se mojaron las manos con sangre. Habían sido ellos los que sentenciaban a los demás desde la sombra, la profundidad, y nunca mejor dicha esta palabra; eran los verdaderos ideólogos, los que nunca nadie conoció, los que no fueron juzgados, los que no conocieron la cárcel, los que siempre estuvieron por encima como auténticos dioses del horror, superiores a todo: a las víctimas y a los asesinos, pero también a la Historia misma. Lo fueron hasta que les llegó la hora de retirarse, porque otros como ellos, criados como ellos, educados como ellos, formados como ellos, iban a tomar las riendas ahora. Una vez que determinaron qué debía hacerse y cómo, se retirarían a vivir los últimos años de sus vidas en sus casas, con sus sirvientes, sus esposas y sus nietos, para ver en las noticias y enterarse en el diario, o en el paseo en el parque, cómo sus cómplices, esos súbditos suyos que incluso podrían llegar a ser presidentes de la Nación, iban presos o cargaban con la inquina de una parte de la sociedad.
Ellos saldrían a pasear y saludarían a los vecinos con amabilidad, con una sonrisa, se encontrarían con viejos colegas. Comprarían el pan. Esperarían en la sala del dentista leyendo una revista vieja. Alguien más amable les ayudaría a cruzar la calle, les preguntaría cómo se siente hoy, que qué gusto verlo, que tenga un buen día.
Nosotros podíamos hacer justicia. Teníamos diecinueveveinte años, o un poco más, y quién no cree a esa edad que la justicia no depende de uno, formábamos parte del Centro de Estudiantes y pasábamos las horas y los días resolviendo todos los problemas de este mundo. Cuando digo todos, a los diecinueveveinte años, son absolutamente todos los problemas.
Recuerdo ahora ese día. Lo recuerdo ahora, ahora que nada es relevante, ahora que parece que nada importa. Ahora que pasaron algunos años y tantas cosas y la idea de justicia se diluyó o desapareció como el acné y las dudas de la primera juventud y el valor y esas otras cosas que desaparecieron para siempre.
Esa tarde fui el primero en llegar a la facultad, que estaba cerrada por la huelga. Había comido con mi padre, que me había contado que se habían vendido varios cuadros en la galería. Él estaba contento, yo me sentí indiferente. Me dijo que el dinero me lo daba la próxima semana. Me daba igual, no lo necesitaba. Cuando bajé del taxi y entré al edificio donde íbamos a tener la reunión, aún pensaba en mi padre, a pesar de que lo que me llamó la atención fue la oscuridad del pasillo principal. La puerta estaba cerrada, pero con un par de golpes con el hombro pude abrirla. Entré al salón de la junta, y cuando quise encender la luz, el foco estaba fundido. Fui a buscar uno a la salita de mantenimiento, pero no encontré nada.
El día estaba nublado y muy pronto iba a llover. Hacía frío. Mucho frío. Mi padre estaba a punto de engriparse y creo que me pasó algún virus a la garganta. La temperatura estaba a dos grados. Tampoco había calefacción en la facultad. Al rato fueron llegando los compañeros, todos quejándose del clima y de la oscuridad de la sala. ¿No hay luz en ningún lado?, preguntaban cuando entró Mía con un termo de té y un foco, y aclaró que hacía años que no les daban para comprar esas cosas, que los teníamos que traer de la casa. Todos nos arrebujamos alrededor suyo con unos vasitos de plástico para calentarnos. Cada quien sacó algo de sus mochilas. Galletitas, manzanas, bananas, todo en común para la merienda. Yo no llevaba nada.

