Por Julio César Chávez/Rodolfo Chávez/Javier Cubedo*    

 

Round 2

La iniciación boxística de los Chávez

Era 1971, Silvio García —un exboxeador que se convirtió en un buen manejador en aquella época—, tenía un peleador de cuatro rounds llamado Víctor García, que era amigo mío y a quien veía entrenar. Cuando menos pensé, ya me encontraba entrenando también y en menos de un mes, me inscribí a un torneo en peso mosca (51 kilos). Como la final del torneo estatal se desarrollaría en Los Mochis, Sinaloa, le tuve que decir a mi mamá que iba a pelear. Les digo esto porque a mi mamá no le gustaba que alguno de sus hijos se dedicara al boxeo, ella quería que estudiáramos para convertirnos en hombres de negocios y que nuestro futuro cambiara para bien de todos. Es por ello que su ilusión fue que asistiéramos a colegios particulares. Y así fue, sólo que yo dejaba de ir porque me daba muchísima vergüenza que, frente a todos mis compañeros de clase, me nombraran y me pusieran de pie, para que luego me echaran del colegio por falta de pago; esto se repetía cada mes.

Así que decidí irme a competir la final del torneo fuera de casa; sin parientes ni amigos que me apoyaran en los días de combate, sólo con mi entrenador. Los combates que realizaba aún con poca experiencia boxística, los saqué adelante por el temple de guerrero, me gustaba rifármela, ver de qué cuero salían mas correas y gracias a ello, quedé campeón del estado de Sinaloa.

Después de seis meses de pelear en el boxeo amateur, yo ansiaba ser reconocido y recibir un dinero extra, así que, tras platicarlo con mi nuevo entrenador, El Zurdo Félix, me dijo que ya era momento de dar el siguiente paso: el profesionalismo.

La cita fue en el parque Revolución, en 1971. Frente a ese parque, vivía mi tío Chato (hermano de mi mamá); la situación económica de mi tío era mejor que la nuestra y siempre nos ayudó con despensas, frijol, mango, etcétera. De manera frecuente me quedaba a dormir en su casa con mis primos, en especial cuando tenía pelea de box. En mi debut profesional como boxeador me quedé a dormir en casa de mi tío Chato y no le dije nada a nadie… ¡A nadie!

Así que sólo tomé mi short de boxeo, sin ningún patrocinador estampado como hoy se acostumbra; sin una bata y sin zapatillas de boxeo; sólo con unos tenis viejos, medio rotos, que usaba para entrenar y con muchas ganas de salir con los brazos en alto en mi combate.

Ahí me encontraba sentado en una silla oxidada, en un cuarto sin aire acondicionado, sin abanicos, por encima de los treinta grados centígrados, con mi manejador vendándome las manos y dándome mis últimas indicaciones antes de subir al ring. De repente se escuchó mi nombre que retumbaba por el eco en todo el auditorio y mi apellido, que años más tarde, dejaría huella en la historia mundial del boxeo: “¡De Culiacán, Sinaloa, Rodolfooooo Cháaaaveezzzz!”

Apenas se escuchaban unos cuantos aplausos y uno que otro abucheo, como era de esperarse… ¡Era normal pues a nadie le dije que pelearía!, pero eso cambiaría muy pronto.

El réferi nos llamó frente a frente… la mirada fija de ambos sin parpadear y los ceños fruncidos provocó en mí que se me calentara la sangre y apretara mi quijada, dimos un paso adelante quedando casi rozando la frente de ambos, mi contrincante me hablaba en voz baja, casi balbuceando por el protector bucal que llevaba consigo; ahí fue cuando el público presente empezó a gritar y aplaudir de emoción, esperaban un combate aguerrido.

El réferi intercedió y nos mandó a cada quien a su esquina a que esperáramos el primer campanillazo. El Zurdo Félix, mi entrenador, sonreía y me decía: “Calmado Rodolfo, no te calientes, sube tu guardia y usa la cabeza.” Al escuchar la campana de inicio del primer round, tomé la iniciativa presionando, atacando al cuerpo y al rostro principalmente. Mientras, mi contrincante dirigía casi todos sus golpes a mi cara, me facilitaba mover mi cintura para esquivarlos, pero los que no alcanzaba a esquivar tronaban contra mi cara de manera violenta. Y así transcurrieron los cuatro rounds, enfrascados en una pelea bastante emotiva. Gracias a la contundencia y determinación de mis golpes, todos los jueces y el público me dieron el gane por decisión.

Un triunfo bien ganado aun cuando no percibí el dinero que supuestamente ganaría; pero sí salió para mi cena de aquella noche.

Yo sabía que era el comienzo de algo muy duro, pero era lo que yo había elegido y gracias a Dios no me equivoqué, porque yo nací para el boxeo.

En casa, nadie sabía lo que pasaba con mi carrera secreta, mi mamá se dio cuenta de mi profesión como hasta mi cuarta pelea; lo mismo pasaba con mi papá, no estaba enterado de que yo peleaba profesionalmente, pues él nunca se sentaba a conversar con nosotros; en nuestra familia no platicábamos sobre cosas personales, tales como noviazgos, consejos íntimos, sentimientos, etcétera. Nuestra vida en familia era muy rutinaria.

Aun con las condiciones tan precarias en las cuales vivíamos, eso no era impedimento para que yo mantuviera una relación de noviazgo con la que hoy es mi actual esposa, Nereyda Zevada Navarrete. Ella vivía en el mismo barrio que yo. Su papá era chofer de transporte público. Juan Antonio López, peleador profesional, era primo de mi esposa, fue así como comenzó mi romance.

Al cabo de un tiempo, cuando yo llevaba alrededor de quince peleas invicto, llegaba a casa prácticamente limpio de la cara, sin los estragos de los combates (nosotros siempre tuvimos una piel privilegiada para el boxeo); y ya empezaba a narrar mis triunfos a mis hermanos sobre mis peleas.

En distintas ciudades se repetía la historia, como en mi debut profesional, a la hora de la paga: “Muchachos hoy no salió la función como esperábamos y no hay dinero, pero les vamos a dar para que cenen.” Ni hablar, todo era muy diferente a la protección que tiene hoy día el boxeador. Y fue así como inicié a mi hermano, “el Borrego”, a entrenar box.

Cuando ya tenía unos cuatro meses entrenando; lo convencí para que peleara en una función de boxeo aficionado, al Borrego se le veía convencido y muy seguro. Pero mientras se acercaba el día de la pelea aumentaban sus nervios, al grado de que el día de la función, estando abajo del ring mi hermano no quería subir.

—Sale carnal ya sigues tú después de esta pelea —le dije.

—¿Sabes que, Rodolfo? No traigo ganas de subirme a pelear, mejor no peleo, no vaya a ser…

—¿Queeé…? ¿Para eso estuviste entrenando todo este tiempo? ¡Borrego déjate de cosas!

—La neta, tú sabes que no le saco, pero de verdad no me siento muy bien.

—Borrego vas a pelear, no vine de balde aquí, no trae nada ese morro, toda va a salir bien. ¡Sale Borrego, súbete al ring, vamos con todo!

Y así subí al Borrego contra su voluntad, empujándolo, a la fuerza… ja, ja, ja… La pelea duró menos de un minuto, ganó mi hermano por nocaut efectivo (el árbitro acabó la cuenta de los diez segundos sin obtener respuesta del contrario). El Borrego sólo sonreía porque se vio muy superior a su rival, lo dejó fuera de combate con una pegada espectacular que sorprendió a todos los presentes.

Su carrera amateur venía en ascenso, tanto así que lo mandaron llamar para integrarlo al Comité Olímpico Mexicano a través de un escrito, pero el Borrego no quiso acudir al llamado. En ese entonces él y yo trabajábamos en tránsito municipal. El licenciado Juan Millán Lizárraga se encontraba como director de tránsito y transportes del gobierno del estado de Sinaloa, nos daba todo el apoyo, pero mi hermano desistió. Así que optamos por debutarlo en el terreno profesional y rápidamente se dio a notar entre el gremio boxístico, repitiendo la dosis como en su primera pelea amateur.

*Fragmento del libro Julio César Chávez: la verdadera historia (Aguilar, 2018). Agradecemos a la editorial las facilidades otorgadas para su publicación.