En 1994, Carlos Carrera marcó un hito en el cine mexicano con su cortometraje animado El Héroe, que fue galardonado en el festival de Cannes con la codiciada Palma de Oro. Dicho corto, de apariencia oscura, compuesto por ilustraciones lúgubres, muestra un aspecto deprimente de la vida en la ciudad, enfatizado tanto por la narrativa como por por el estilo visual.

Más de veinte años después, Carrera regresa al mundo de la animación con obsesiones similares, aunque con una obra mucho más madura, sobre todo en lo que a técnica se refiere. El largometraje Ana y Bruno es, y mucho se ha dicho, la cinta animada más notable de cuantas se han hecho en el país.

La historia se ubica temporalmente en los años 40. Este detalle contextual podría definir únicamente una estética, pero en el transcurso del metraje será importante para entender los porqués de los personajes. En este marco, en algún lugar de México, Ana y su madre son llevadas por su padre a un edificio lujoso vecino del mar en lo que parece ser un hotel, pero apenas unos segundos después descubriremos que es un hospital psiquiátrico -un manicomio, como en términos con poca corrección política eran llamados en esos ayeres.

Por supuesto, el sanatorio funciona con las limitantes tecnológicas y científicas de la época. Los enfermos son locos y los personajes no tienen empacho en decirlo, sobre todo de Ana y su madre: también están locas.

En esa locura, cada paciente tiene un amigo imaginario -una alucinación, para ser más exactos- y esos amigos interactúan entre sí, en un mundo desopilante de seres tan extraños como la imaginación de los locos: un duendecillo verde de nombre Bruno, una elefanta rosa obsesivamente enamorada, un robot reloj, una piñata parlante, una mano, un hombrecillo borracho y un retrete, entre otros, que representan cada uno un trastorno psiquiátrico.

Como algunos niños y otros borrachos pueden ver estas alucinaciones, aunque no sean propias, Ana se relaciona con ellos, y en medio de la crisis de su madre, se convertirán en la única esperanza para salvarla de los terroríficos métodos de la medicina psiquiátrica y sobre todo, de sus propios demonios.

En esa aventura Carrera imprime una fuerza emocional sorprendente, que dirige al público de la risa al terror, a episodios de un intenso carácter depresivo y a paisajes bucólicos. El tobogán emocional es atípico en las cintas animadas, lo que resulta uno de sus mayores aciertos, aunque a algunos puede provocar incomodidad. Porque aunque Ana y Bruno no es precisamente una película amable para los niños más pequeños, tampoco es, esencialmente, una película para adultos.

Tal ambigüedad reside en los temas que aborda, pero no está en ellos per se, sino en el tratamiento que la misma sociedad da a la locura -a las enfermedades psiquiátricas-, a la separación, a la soledad y a la muerte. En una cultura como la nuestra, que teme tanto a esos tópicos, ¿cómo explicarlos a los niños? Por supuesto, no se trata de una cinta pedagógica, por lo que las respuestas las deben tener los padres.

En cualquier caso, y con todo y su tono lúgubre, sus personajes llenos de personalidades defectuosas y las antimoralejas que preceden a la conclusión, Ana y Bruno es un logro notable para el cine mexicano.

Permanencia voluntaria: Tormentero

Romero Kantún es un expescador, quien obtuvo unos minutos de gloria al descubrir hace años el yacimiento de petróleo al que el gobierno le puso su nombre. Sin embargo, ese hecho será su peor maldición, pues al provocar el fin de la pesca local le acarreará el repudio de los pescadores de la isla, sumiéndolo en una soledad poblada de alcohol y delirios. Película de Rubén Imaz basada en la vida de Rudesindo Cantarell.

Tormentero se encuentra en carteleras.