Le ha consternado al ámbito literario mexicano, en particular el que se vincula a la UNAM y al INBA, el deceso de uno de los más destacados críticos e investigadores, Huberto Batis (1932-2018), estudioso de Ignacio Manuel Altamirano y creador, con Carlos Valdés, de la prestigiosa revista Cuadernos del viento, y del imprescindible e histórico libro Lo que cuadernos del viento nos dejó, así como de los volúmenes Estética de lo obsceno, Por sus comas los conoceréis y Crítica bajo presión, entre otros.

Conocí a Huberto en 1984. Yo tenía 19 o 20 años y era el primer semestre de la carrera de Lengua y literaturas hispánicas. Llevaba un año sin estudiar por culpa de un cretino maestro de la preparatoria. Aunque no haya sido su intención beneficiarme, se lo agradezco: fue un año fructífero en que leí y viví lo que no había ni leído ni vivido casi en toda mi vida anterior. Tal vez exagero, pero llegué a la Facultad de Filosofía y Letras muy bien armado. Batis era impulsivo, neurótico, intolerante con la Estupidez. No tenía “pelos en la lengua” para expresar su opinión demoledora cuando escuchaba alguna frase idiota o idea sospechosa de idiotez. Al igual que cualquier intelectual auténtico, le rendía culto a la inteligencia. Pero también, como afirma su amigo Juan García Ponce en un emotivo ensayo, Huberto era muy generoso e impulsó a incipientes talentos. En los primeros días de clase nos pidió una fotografía y luego nos realizó un cuestionario: quería conocernos y formar una carpeta de cada quien. Recuerdo una de las preguntas del cuestionario: “¿Qué es lo que más te disgusta?”. Yo le respondí: “Los preguntones”. Huberto se echó a reír. Cada una de mis respuestas era una ironía o un “Qué te importa” o alguna situación ridícula. A Huberto le encantaba ese tipo de rebeldía, que se acentuó cuando nos pidió una entrevista con algún escritor. El resto del salón llevó entrevistas con escritores que ganaban premios o publicaban aquí y allá. Yo llevé, grabada en cassette, una entrevista con el Marqués de Sade. Me basé en las opiniones de Dolmancé (La filosofía en el tocador) y como música de fondo puse fragmentos de Visage y Sequenza III de Luciano Berio, y de La espiral eterna, de Leo Brower, tocada por Olivier Bensa (en aquella época yo también estudiaba en la Escuela Nacional de Música). Muchos se escandalizaron. Un amigo me contó que un par de compañeras piadosas se persignaron al fondo. A Batis le gustó la entrevista, aunque me reprochó no haber metido escenas de orgías…

No conocí a Batis fuera del ámbito literario, salvo por anécdotas personales que nos contaba o por un par de memorables fiestas (una en casa de la poeta Claudia Hernández de Valle-Arizpe y otra en casa de Armando Pereira y Claudia Albarrán), donde lo vi y conversé con él. Una vez me lo encontré en una heladería de la Nápoles con su mujer y platicamos sobre Inés Arredondo y otros miembros de su generación. Conmigo fue generoso y cordial. Me publicaba ensayos y cuentos en el suplemento Sábado (de 1994 hasta su salida). Incluso me dio una columna semanal en 1995. Me obsequiaba sus libros dedicados y cuando me lo encontraba en la Facultad, ya enfermo, las pláticas eran lúdicas y de alto nivel crítico. Le gustaba hablar mucho.

Huberto formó a innumerables generaciones de críticos, investigadores y ensayistas no sólo en su suplemento, sino también en las materias que impartía: Iniciación a la investigación y Teoría literaria. Era un saco de anécdotas y chismes literarios. Combinaba cuestiones serias con irrisorias y aun grotescas. Como escritor y persona era ameno, divertido, pero sobre todo lúdico y humorístico. Muchos acomplejados o víctimas involuntarias de sus ataques llegaron a odiarlo. Dice el refrán: “Cada quien habla como le va en la feria”. Muy cierto. Portador constante de una cámara con que fotografiaba a sus víctimas, admirador de personalidades tan disímiles como Altamirano, Henry Miller y Béla Bartók, hombre hiperculto, Huberto fue en suma un personaje casi indefinible, inclasificable (la inteligencia auténtica lo es). Por él conocí a muchos autores, como Alberto Moravia o Wellek y Warren. Considero a Huberto entre mis mejores maestros de la Facultad, junto con los también ya fallecidos Juan M. Lope Blanch, Ludovic Osterc, Antonio Alatorre (como visitante), José Luis González, Juan Miguel de Mora, Lilia Osorio y Manuel Ulacia. Y no hablo de los vivos: me extendería demasiado. El mejor homenaje a Huberto Batis es leer sus libros y, quienes sostuvimos una relación lejana o cercana con él, recordar sus innumerables y diversas anécdotas y ocurrencias.