Salvador Jara Guerrero

Más de cuatro millones de jóvenes en México están estudiando en alguna institución de educación superior. Casi el setenta por ciento en una universidad pública y más del treinta en instituciones privadas. Cada año nuestro país cuenta con alrededor de 600 mil nuevos profesionistas.

Mas del cuarenta por ciento serán administradores y abogados y sólo el nueve por ciento habrán optado por una carrera de ciencias exactas, computación o humanidades. Una cuarta parte serán ingenieros y once por ciento serán profesionistas de la salud.

Sin duda que se trata de una gran fortaleza y que han sido notables los avances en las instituciones públicas de educación superior durante los últimos treinta años, desde el incremento en la cobertura, la diversificación de las profesiones, la creación de subsistemas, la habilitación de los profesores-investigadores, el equipamiento y la evaluación de los programas educativos. Las universidades públicas fueron pioneras en los procesos evaluativos.

Sin embargo, de acuerdo con un estudio elaborado por la ANUIES, de los casi dos millones de egresados en los últimos diez años, 800 mil no encuentran trabajo o están subempleados, el ingreso promedio de un recién egresado oscila entre los tres mil y cinco mil pesos y en promedio un joven tarda un año en encontrar trabajo al finalizar sus estudios.

Y es que la calidad se ha medido mayoritariamente a través de los insumos y de los procesos con variables que incluyen la existencia de laboratorios, grados académicos de los profesores, número de profesores de tiempo completo y hasta el estado de las instalaciones deportivas. Sin embargo, se ha dado poca o nula atención a los egresados, a su satisfacción personal, a su éxito laboral, a su capacidad de adaptación frente a los cambios acelerados que sufrimos y a sus habilidades para trabajar en equipo.

Y aunque desde hace varios años han existido apoyos federales para que se realicen estudios de seguimiento de egresados para conocer más acerca de su desempeño laboral y su satisfacción con la formación recibida, prácticamente ninguna institución ha mostrado resultados. La información más confiable acerca de las fortalezas y debilidades de los egresados proviene de los empleadores y con frecuencia no es conocida por las instituciones.

Lo que se observa es que la mayoría de los programas de estudios no se actualizan con la velocidad necesaria, en parte porque los procesos de reforma son lentos y burocráticos y, desgraciadamente, cuando se emprenden revisiones, escasamente se consideran las opiniones de empleadores y profesionistas exitosos.

Por otra parte, en el mundo hay una tendencia a disminuir la duración de los estudios de licenciatura a tres o tres años y medio y a flexibilizar las mallas curriculares, pero en nuestro país la gran mayoría sigue teniendo una duración de entre cuatro y cinco años y son muy rígidos.

Los retos que se han identificado como evidentes son la necesidad de una permanente actualización que enfrente los cambios de la globalización y los cambios científicos y tecnológicos y la necesidad de otorgar mayor apoyo a estos rubros. El argumento central es que los países que invierten más en ciencia, tecnología e innovación (CTIE) son aquellos que muestran mayor desarrollo económico y mejores nivele de bienestar. Ciertamente hay una buena correlación entre esos indicadores, pero no está tan claro cuál de ellos es la causa y cuál el efecto, si con desarrollo y el bienestar se aprecia más a la educación y a la CTEI, o si mayor inversión en CTEI produce mayor bienestar y desarrollo.

Lo cierto es que será difícil que mayor apoyo a la educación y a la CTEI produzca por sí mismo mayor desarrollo y bienestar si este apoyo no se traduce en una inversión atractiva para las personas, es decir, si no se traduce en una educación que asegure no sólo el empleo sino la satisfacción de haber recibido una educación que permita mayor bienestar en lo personal a cada profesionista. Este es el gran reto.